J. M. Doussinague
La doctrina Suárez y su posible influencia en el porvenir de América
En 1920 era Presidente de la República de Colombia D. Marco Fidel Suárez, considerado por todos como uno de los cerebros más fuertes del país. Hombre de letras, autor de numerosos ensayos llenos de penetración, filólogo, erudito, perfecto conocedor del idioma castellano, hasta el punto de haber merecido ser llamado por D. Juan Valera «el Cervantes de nuestro siglo», pertenece D. Marco Fidel Suárez a ese brillante grupo de escritores colombianos que han hecho de su patria uno de los más apacibles lugares de la República de las Letras. Su labor, en el puesto que ocuparon después de Bolívar, hombres de tan clara inteligencia como D. Mariano Ospina, Núñez, Marroquín y don Miguel Antonio Caro, había de ser más tarde objeto de múltiples controversias; pero, pasados los momentos en que la pasión política pudo disminuir la serenidad en el juzgar, hasta los más obstinados adversarios del Presidente Suárez, están acordes en reconocerle sus grandes dotes y conocimientos en cuestiones internacionales. Ya con anterioridad a su elevación a la Presidencia, tenía, en este punto, un sólido prestigio, ganado con su labor de muchos años como Ministro y Secretario de Relaciones Exteriores ; pero su obra definitiva de internacionalista hubo de realizarla siendo Jefe de la nación colombiana.
El día 27 de Diciembre de 1920, en la recepción de D. Domingo A. Coronil, Ministro Plenipotenciario de Venezuela, pronunció el Presidente Suárez un discurso, breve, pero rebosante de contenido, en el que se ponían los cimientos de una amplia política internacional destinada a tener una indudable trascendencia en lo futuro. Aquellas declaraciones constituyen lo que luego se llamó «doctrina Suárez», si bien su autor, dejándose llevar por un exceso de modestia, pretendió negarles su apellido y rebautizarlas con el nombre de «doctrina de la armonía boliviana», designación poco afortunada, puesto que la armonía boliviana sólo es una parte de ese todo orgánico que preferimos seguir llamando con su nombre primitivo.
La doctrina Suárez
Las ideas que la constituyen fueron sintetizadas en aquel discurso con las palabras siguientes:
«La ley de las naciones, o sea el jus gentium [23] que regula las obligaciones y los derechos entre los Estados, y cuya fuente es la ley eterna, columbrada por las sociedades antiguas e iluminada por el sol del cristianismo, es base del trato mutuo de los pueblos y condición de su prosperidad. Esta ley internacional se compone de los dictados inmutables de la justicia, de los consejos de la conveniencia y de las obligaciones positivas impuestas por la legislación y los tratados, todo lo cual hace efectivos los principios del derecho, no menos que la comodidad recíproca. De la misma manera que los sentimientos que corresponden a las relaciones del género humano consienten una gradación de afectos que abarcan la caridad universal, el amor patrio, los afectos regionales y los afectos domésticos, así las relaciones de los Estados consienten una escala, no de derechos, pero sí de consideraciones. Entre todos los pueblos de la tierra, el derecho de gentes ha establecido cierta especie de vínculos privilegiados, que ligan a los pueblos cristianos porque éstos poseen la razón fundamental de la ética internacional. Entre los pueblos cristianos, los de la América latina tenemos que mirar con predilección los vínculos que existen en el seno del gran grupo de pueblos formados por la madre España y por sus hijas de este continente. Y entre estas naciones, algunos consideran también natural que las Repúblicas, que debieron su emancipación a unos mismos esfuerzos o que formaron un día la antigua Colombia, establezcan entre sí una forma singular de hermandad común. De esta suerte, Bolivia, Colombia, el Ecuador, el Perú y Venezuela debieran formar, según la opinión que estoy exponiendo, una especie de unión natural, una confraternidad espontánea de pacíficos esfuerzos en pro de su bienestar y cultura.
«Es claro que ella no podría referirse a una nacionalidad, ni a una federación, ni siquiera a una alianza formularia fundada en los tratados. pero si podría tal vez constituir, en virtud de una amistad constantemente observada, cierta armonía fundada en la costumbre, fomentada por la concordia de varios millones de habitantes, dirigida a la prosperidad y educación de cinco naciones, y que serviría de ejemplo (¿por qué no decirlo?) a los pueblos que todavía no han escuchado el eco celestial de la paz.»
Desde el primer momento se advierte la gran importancia de la doctrina Suárez, que trae a la vida internacional una nueva entidad: esa unión natural, esa confraternidad espontánea de varios pueblos. Sólo el hecho de que un Presidente de República, hablando oficialmente, se esfuerce por defender –si bien en medio de las prudentes salvedades a que su cargo le obligaba– la formación de una confederación de Estados, bastaría para hacer de estas declaraciones cosa digna de la mayor atención. Pero no se trata de una liga cualquiera, semejante a las muchas que se han hecho y deshecho a lo largo de toda la Historia, sino que esa unión natural de cinco naciones, que no constituyen alianza alguna ni ofensiva ni defensiva y que se asocian por un sentimiento puro de confraternidad para sumar sus pacíficos esfuerzos en pro de su bienestar material y de su cultura o bienestar espiritual, es un suceso extraordinario y sin precedentes. La nobleza de los sentimientos que le dan vida, la pureza de las intenciones de que se nutre y la elevación de sus propósitos, hacen de esa unión una de las concepciones más generosas, más fuertes y mejor orientadas de cuantas ha producido Hispanoamérica. Por lo tanto, vale la pena de que nos detengamos un momento a analizarla y estudiarla.
La armonía boliviana
La idea central de la doctrina Suárez es la de constituir con los Estados llamados bolivianos, o más bien bolivarianos, por deber su independencia a Bolívar, esa suerte de hermandad que les haga aparecer como un solo bloque de pueblos, unánimes en el sentir y acordes en el obrar. Debemos notar, ante todo, que esos Estados son hoy seis, y no cinco como dice el Presidente Suárez, que en 1920 se veía obligado a olvidarse de la República de Panamá, cuya independencia no había reconocido aún Colombia. Hoy, cumplida ya esta formalidad, siempre que se habla de países bolivarianos se aplica esta denominación a [24] Colombia, Panamá, Venezuela, Ecuador, Perú y Bolivia. Los cuatro primeros, de entre estos seis países, estuvieron un tiempo unidos formando una sola nación, la Gran Colombia, lo que crea entre ellos el vínculo especialísimo de un pasado común. A ellos estuvieron asociados como compañeros de armas en la guerra de la Independencia, el Perú y Bolivia.
Pocas cosas hay que acerquen a los hombres y a los pueblos tanto como un triunfo, una alegría o una gloria común. Pero cuando ese triunfo toma proporciones de epopeya por ser el origen mismo de la nacionalidad, cuando esa gloria es la que corona la frente de Simón Bolívar, el lazo que se crea, más que de simple amistad, es ya de un estrechísimo parentesco: parentesco que, una vez establecido, nada puede romper ni nadie logrará olvidar, porque los hermanos lo son mientras vivan, por hondas que sean las diferencias que en un momento lleguen a separarles. Esta es la razón de ser del sentimiento que une a estos seis países que –además de la comunidad de origen y de sangre que tienen todos los pueblos hispanos– por haber nacido juntos a la vida independiente, a consecuencia de un solo esfuerzo y bajo la dirección de un solo hombre, están en el grado máximo de la confraternidad. Si dirigimos una mirada a todos los pueblos del orbe, observaremos que no existe ningún grupo de naciones que tengan tantos motivos de acercamiento, que tengan tantas razones para llamarse hermanas y considerarse tales mutuamente, como las que constituyen la familia bolivariana. Quien llega a ellas después de haber vivido en varias naciones de Europa y de haber notado la inconsistencia de los vínculos de amistad internacional en nuestro continente, amistad casi siempre artificial, como creada, modificada y rota por la sola voluntad de los gobernantes y sin más raíces que la momentánea conveniencia, no puede sino advertir la gran diferencia que existe entre estas uniones por interés y la reciedumbre del sentimiento bolivariano.
El bolivarismo está allí en las masas de ilustración media; es una realidad que vive en la entraña misma de los pueblos más que en el cerebro de sus directores. Todas las veces que en la escuela o en la Prensa, en las cátedras de Historia o en los discursos de las fiestas patrias se recuerda el gigantesco esfuerzo realizado para salir adelante en la titánica lucha de la emancipación, el bolivarismo, el sentimiento de lo que a todos les es común, se difunde y cobra nuevas fuerzas. El recuerdo de la grandeza pasada, del ayer lleno de luchas, de sufrimientos, de triunfos, de ideales y de esperanzas, compartidos sin distinción y sobre todo el cariño y la admiración general hacia el Héroe de aquellas gloriosas jornadas, están atizando, días tras día, en las seis Repúblicas, el fuego sagrado del bolivarismo. Es como si la sombra de Bolívar, proyectándose sobre ellas en el mapa, las encerrara a todas dentro de los firmes rasgos de su silueta, cubriéndolas de modo que nadie pudiera advertir las pequeñas diferencias que las hayan podido separar.
Ya en vida trató él de constituir con estos seis pueblos una sola nacionalidad, trayendo a la gran Colombia el Perú y Bolivia, constituyendo así un Estado federal, en el que cada región gozaría de la mayor autonomía posible y que podría regirse por las normas generales de la constitución boliviana, que él mismo redactó. Pero las circunstancias de la época y, principalmente, a mi juicio, las enormes distancias geográficas, hacían quimérico aquel empeño. Por otra parte, la independencia de los seis Estados es un hecho inatacable y definitivo: pero un hecho que en nada se opone al sentimiento bolivariano que sigue palpitando en ellos. Prueba concluyente de esta afirmación son los convenios celebrados en Caracas en 1914. El 27 de Enero de dicho año, los ministros plenipotenciarios de Colombia, Ecuador y Perú, acreditados en Venezuela, firmaron con el Ministro de Relaciones de este país un protocolo en el que se fijaban las bases de la unión bolivariana, bases aceptadas luego por Bolivia. En aquel protocolo se trataba únicamente de un acercamiento de carácter general entre las naciones bolivarianas, no ya de una alianza ofensiva y defensiva a la vieja manera. Dentro de aquellos propósitos cabían acuerdos para no acudir nunca a la guerra entre los firmantes, para impedir que en uno de dichos Estados se prepararan revoluciones contra cualquiera de los otros, para dirimir entre sí todas sus diferencias, sin solicitar ni aceptar intervención extranjera en ellas, para ir unidos a los Congresos internacionales, [25] para reducir el porte de la correspondencia postal o telegráfica, para mutua validez de títulos académicos, para extradición de reos, para no enajenar nunca sus territorios ni sus rentas, &c.
Vese, pues, que el bolivarismo tiene un contenido espiritual muy sólido, y es un sentimiento que, sin rozar en ningún punto la independencia de aquellas Repúblicas, las empuja a unirse y a armonizar su organización y su conducta en toda una serie de puntos concretos.
Este es el acierto fundamental de la doctrina Suárez, que, lejos de ser una especulación de teorizante, viene a concretar un sentimiento que existía en las masas con anterioridad, y a concretarlo de manera acertadísima en todo un sistema de política internacional. El Presidente Suárez recogió una palpitación de vida existente en el cuerpo bolivariano, y con la clara comprensión del gobernante que sabe darse cuenta de los difusos anhelos, de los deseos inexpresados de las gentes que le están sometidas para derivar de todo ello las orientaciones de su actividad, hizo cristalizar el bolivarismo en una fórmula breve, clara, precisa, capaz de traducirse en resultados prácticos de positivo provecho. Al establecer su teoría de la gradación de afectos internacionales, sienta la doctrina Suárez el principio de que dentro de las íntimas relaciones de amistad que deben tener los pueblos hispanos, el grado máximo de confraternidad de las Repúblicas bolivarianas debe crear entre ellas una unión especialísima. Esta unión está concebida dentro de la doctrina Suárez como una hermandad o confraternidad de naciones que, aprovechando la fuerza latente del bolivarismo, venga a utilizarla en aumentar la prosperidad y la cultura de aquellas Repúblicas.
He aquí un segundo acierto de esta concepción: la elevación de sus propósitos. En la vida internacional actúan las naciones de un modo muy semejante a la conducta del hombre salvaje, en cuya mente no ha penetrado todavía la idea del derecho, y que, al unirse con los de su tribu, sólo lo hace por la necesidad de defenderse de otros más fuertes y por el deseo de dominarlos y vencerlos. De modo análogo, las alianzas internacionales se han basado siempre hasta ahora en el antijurídico principio de reciprocidad de servicios para la defensa o la ofensa, no en propósito alguno de elevación cultural. La unión bolivariana ideada por el Presidente Suárez, por el contrario, empieza rechazando lo que se parezca a esas «alianzas formularias», y tiene por fin directo «la prosperidad y educación» de las naciones que habrían de constituirla.
El Presidente Suárez insistió en esto en su «Sueño de armonía boliviana», publicado bajo el pseudónimo de Luciano Pulgar. Dice así:
«La tal armonía boliviana no pasó ni podía pasar de ser un voto cuasiplatónico de amistad entre las Repúblicas, encaminado a procurar la utilidad de todas ellas en el campo de la prosperidad y la cultura sin perjuicio para ningún otro pueblo, sin dar lugar a sospechas, sin entrar en el terreno de las alianzas bélicas, sino caracterizándose, por el contrario, esa armonía como objeto de los fines y motivos más pacíficos.»
La primera parte del párrafo explica por qué las circunstancias del momento impidieron llevar a la práctica esta hermosa concepción, y para desvanecer toda sombra de desconfianza, insiste el Presidente Suárez en la finalidad pacífica y cultural de la proyectada unión.
Vese, pues, que la doctrina Suárez, además de tener por base y punto de partida un sentimiento tan hondo y duradero como el bolivarismo y no una momentánea conveniencia, se distingue por la elevación y nobleza de sus propósitos, por la grandeza moral de sus aspiraciones y por su decidido empeño de hacer de la armonía boliviana un instrumento de paz y de cultura, y no un arma nueva para la guerra.
El «hispanismo de la doctrina Suárez»
En la escala de afectos internacionales, ideada por el Presidente de Colombia, el primer lugar corresponde a los países bolivarianos, y el segundo, a todas las naciones hispánicas. El «gran grupo de pueblos formados por la madre España y por sus hijas» americanas, constituye, en la doctrina Suárez, una colectividad con personalidad propia dentro del mundo civilizado. Desde su elevada tribuna y ostentando la representación de uno de los Estados más [26] medularmente hispanos, proclamó el Presidente Suárez la necesidad de «mirar con predilección los vínculos» que unen a todos los de nuestra raza.
Estas declaraciones son el complemento del sistema de la armonía boliviana y la garantía más fuerte de la sinceridad de sus elevados propósitos. Porque si algún recelo pudiera suscitar la proyectada unión bolivariana, éste procedería del hecho de que alguna de las Repúblicas que en ella habrían de entrar, tiene pleitos que ventilar con otro Estado también de origen hispano. Por lo tanto, si el Presidente Suárez sólo hubiera tratado de aquella unión, podría haberse tomado ésta por un arma disfrazada que sirviera para robustecer la posición de uno de los pleiteantes. Pero las afirmaciones de hispanismo, que son parte esencial de la doctrina Suárez, al garantizar que la unión bolivariana no podría nunca emplearse en perjudicar a un país hispano, disipan la última sombra de toda posible sospecha. Esto nos hace ver todo el valor de las breves palabras con que el hispanismo se declara en la doctrina Suárez. Sin ellas, toda la concepción se viene abajo y de la unión bolivariana no queda sino un engendro que atraería sobre sí miradas de hostilidad de todo el continente americano, y que, por lo tanto, no podría vivir si acaso llegaba a nacer. Por el contrario, si la armonía bolivariana tiene una franca y decidida orientación hispanista, enlaza en el acto con toda la América hispana y apareja su marcha con la de todos los pueblos de nuestra raza. El bolivarismo en que se basa el proyecto de unión entre las seis Repúblicas y el hispanismo que aspira a coordinar la actividad de todos los miembros de la colectividad hispana, deben seguir necesariamente direcciones paralelas. Y en la doctrina Suárez, el paralelismo de estas dos trayectorias está dibujado con trazo firme.
Toda la amplia visión, el certero instinto político del Presidente Suárez, se nos revela en este propósito suyo de trenzar su concepción de la armonía bolivariana con las aspiraciones de concordia y los anhelos de fraternidad que bullen inconcretos en el seno de todos los pueblos hispanos, sin haber conseguido todavía encarnar en una fórmula definitiva de política internacional. La doctrina Suárez es, gracias a esto, hija legítima y descendiente en línea recta de los magníficos planes políticos de Simón Bolívar, cuando se proponía crear con todas las naciones hispanas de América un solo cuerpo político, en el que cada una conservaría su independencia, pero todas juntas se trazarían, en una asamblea de plenipotenciarios, una línea de conducta común que, seguida unánimemente una vez aceptada, haría de la América hispana «la Reina de las naciones», según acertada frase de Bolívar.
En realidad, todo intento de acercamiento entre las Repúblicas hispanas de América tiene que basarse en las ideas geniales de Bolívar. En el momento mismo de la emancipación y aun antes de que ésta se hubiera consumado, su mano firme trazó el rumbo que durante siglos seguirá la política internacional del Nuevo Continente. Con la profunda comprensión que ponía en todas las cosas, sentó Bolívar el principio de la confraternidad de los pueblos hispanos, e intentó apoyarse en él para llevar a la práctica sus vastos planes. En 1822, al enviar al Perú y a Méjico sus Ministros plenipotenciarios, les daba, por intermedio de D. Pedro Gual, Secretario de Relaciones Exteriores de Colombia, las siguientes instrucciones:
«Es necesario que la nuestra sea una sociedad de naciones hermanas, separadas por ahora en el ejercicio de su soberanía por el curso de los acontecimientos humanos, pero unidas, fuertes y poderosas para sostenerse contra las agresiones del poder extranjero. Es indispensable que usted encarezca incesantemente la necesidad que hay de poner desde ahora los cimientos de un cuerpo anfictiónico o asamblea de plenipotenciarios, que dé impulso a los intereses comunes de los Estados americanos, que dirima las discordias que puedan suscitarse en lo venidero entre pueblos que tienen unas mismas costumbres y que, por falta de una institución tan santa, pueden quizás encender las guerras funestas que han desolado otras regiones menos afortunadas.»
La simple exposición de estas ideas y su cotejo con la doctrina Suárez nos pone de alto relieve las estrechas relaciones que entre ambas concepciones existen. Aquí como allí, el fundamento es el mismo: [27] el principio de confraternidad. Y en ésta como en aquella doctrina, la finalidad que se persigue es la de aplicar dicho principio a la solución de posibles conflictos entre las Repúblicas hispanas de América. Esto se ve mejor comparando las palabras copiadas con otras de Luciano Pulgar, en el citado «Sueño de la armonía boliviana», que dicen:
«Lo más importante (de dicha armonía), si algo nuevo se hubiera iniciado, habría sido buscar la solución de los litigios pendientes y proveer a lo futuro consagrando medios pacíficos para resolverlos en todo caso.»
He aquí toda la valía excepcional del principio de confraternidad, que hace de él el arma más poderosa que tiene la América hispana para su engrandecimiento. Porque cuando aquellas Repúblicas proclaman y reconocen que están unas con otras en relación de hermanas, no se limitan a una vaga declamación retórica, sino que sientan el principio capaz de resolver todos sus litigios internacionales.
En la esfera individual, lo mismo que en las relaciones entre Estados, lo que se defiende obstinadamente contra un extraño, a un hermano se le cede con facilidad, por conservar su afecto, que es prenda de paz y de concordia. Por eso, el valor sobresaliente del principio de confraternidad hispana, proclamado por Bolívar y replantado ahora por Suárez, se halla en ser el guardián y defensor de la paz entre las Repúblicas hispanoamericanas y en su utilidad práctica para resolver conflictos entre Estados, incitándolos a hacer pequeños sacrificios para que nada turbe la cordialidad de su mutuo afecto. La inmensa ventaja que América tiene sobre Europa está en este maravilloso talismán del principio de confraternidad que aquélla posee para evacuar sus litigios sin acudir a las armas. ¿A qué extremos de civilización no hubiera llegado la vieja Europa si los pueblos que la habitan fueran hermanos de raza y de idioma y no les separaran altísimas fronteras espirituales, por culpa de sus diferencias de mentalidad, de religión, de costumbres, &c...? ¿Y a dónde no llegará la América hispana si sabe utilizar el valiosísimo instrumento de progreso que el principio de confraternidad representa?
Estas consideraciones nos revelan cómo el hispanismo es todo el armazón invisible de la doctrina Suárez. No hay que buscar únicamente el hispanismo de ésta en aquellas palabras que señalan las especiales relaciones inter-hispanas como un grado más hondo de afecto internacional, sino que es preciso advertir cómo toda su construcción reposa sobre el principio de confraternidad hispana, de tal suerte, que si intentamos quitarle esto, toda la doctrina Suárez desaparece al instante sin dejar rastro. Y si antes señalamos en ella el acierto de su punto de partida y la elevación de sus propósitos, ahora advertimos lo perfecto de su concepción al darnos cuenta de cómo encaja a un tiempo en el alma misma de la raza y en la más sólida tradición internacional de América, en el hispanismo y en los planes políticos de Bolívar.
Porvenir de la doctrina Suárez
La doctrina Suárez no encontró al nacer quien la adoptara con el cariño que merecía. Pronto se la dio de lado, a causa principalmente del pasajero desprestigio en que cayó su autor, por obra de la inconstante Fortuna y de los varios azares de la lucha política. Cuando cae un hombre que había logrado encumbrarse a posiciones eminentes, si inspira compasión su dolor personal, causa aún mayor tristeza advertir el gran número de ideas grandes y generosas concepciones que arrastra consigo en su caída y alrededor de las cuales tantas esperanzas se hubieron de acumular. Pero cuando esas ideas son la síntesis de un estado de opinión, antes o después resurgen aquí o allá. También cuando cayó Bolívar se pudo pensar que sus geniales proyectos quedaban enterrados para siempre, y él mismo lo creyó, cuando afirmaba en un momento de desesperanza: «he arado en el mar». Y se equivocó: hoy su pensamiento se va empezando a abrir paso, y la misma doctrina Suárez es la mejor prueba de ello. Y ésta, a su vez, tampoco ha muerto, aun cuando su mismo autor pudiera temerlo, porque subsiste cada día más pujante su razón de ser, el sentimiento bolivariano que la trajo a la vida, y con el cual ella está en la relación de efecto a causa. El deseo de llegar a una unión armónica entre las seis naciones bolivarianas, para mejorar su bienestar [28] material y su cultura, y la necesidad de que esta unión tenga por base el principio de confraternidad hispana para poderse así acoplar a las necesidades y aspiraciones de los demás Estados suramericanos, vive y se agita en el alma noble de aquéllas. La reciente fundación de la sociedad bolivariana en Bogotá lo comprueba plenamente. La sociedad bolivariana y la doctrina Suárez son dos brotes de la misma savia, dos manifestaciones gemelas de un mismo estado de opinión.
Para un observador sereno parece seguro que este estado de opinión que constituye el bolivarismo hará su camino e irá poco a poco satisfaciendo sus aspiraciones. En Colombia, país de hombres ecuánimes y clarividentes, la necesidad de ir tejiendo la armonía bolivariana con los más puros propósitos culturales y pacifistas, irá dejándose sentir cada vez con mayor intensidad, hasta concretarse en realidades políticas. Colombia es, en efecto, el país que parece haber salido mejorado en la herencia espiritual de Bolívar, apropiándose de ella la hijuela de sus grandiosos proyectos. Debido a ello y a su posición central entre las Repúblicas bolivarianas, es Colombia la cabeza y el núcleo central del bolivarismo: en ella había de surgir la doctrina Suárez y la sociedad bolivariana, no por casual coincidencia, sino por encontrarse allí el epicentro de este temblor espiritual del alma de América.
De una manera espontánea, casi sin pretenderlo, se encuentra Colombia con todo un programa de política internacional que necesariamente, ha de ejercer presión sobre sus dirigentes durante muchos años. Y este programa, nacido en el poderoso cerebro de su fundador y modernizado y puesto al día por uno de sus más cultos Presidentes, no puede ser otro que la doctrina Suárez. Tan claramente traza ésta a Colombia la ruta de su política internacional en lo futuro, tan acertadamente ha logrado expresar en breves palabras las orientaciones que ante ella se presentan, que no puede sino imponerse en el ánimo de sus gobernantes.
Y mientras los hombres de Ginebra ponen frente a frente sus irreconciliables egoísmos y arguyen sus sofismas en una atmósfera de mentiras convencionales, en aquella apartada meseta de los Andes, lejos de la pompa y aparato de las Conferencias, sin los vistosos uniformes de la retórica y la elocuencia de los diplomáticos, se irá desarrollando y cobrando fuerzas hasta convertirse en un hecho consumado, el germen de esa «Sociedad de naciones hermanas», de esa agrupación de Estados, radicalmente distinta de cuantas le han precedido, porque, de acuerdo con los enunciados de la doctrina Suárez, que le habrá dado vida, podrá ostentar por primera vez, de modo verídico, el lema «paz, cultura, prosperidad».
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