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Lo que Colombia debe aprender de cara al posconflicto
Las lecciones de paz de Centroamérica
Por: Fernando Harto de Vera / Especial para El Espectador /
Países como Nicaragua, Guatemala y El Salvador vivieron guerras internas en los años 70 y 80, algunas de las cuales terminaron en negociación política. Hay elementos positivos para incorporar al proceso colombiano y otros que la distancia histórica aconseja no repetir.
El
presidente salvadoreño, Mauricio Funes, le ofrecio a la canciller María
Ángela Holguín asesoría en el proceso de paz con las Farc/ EFE
En recientes declaraciones, la canciller María Ángela Holguín
planteaba como “referente” para Colombia el proceso de paz
centroamericano. Las relaciones entre el istmo y Colombia en estos
asuntos no son algo nuevo. Entre 1983 y 1986 —una de las épocas más
duras de la guerra que asoló a Centroamérica— Colombia protagonizó,
junto con México, Panamá y Venezuela, la iniciativa diplomática del
Grupo de Contadora, que ejerció una política de buenos oficios que, si
bien fracasó en su empeño de lograr la paz, sin duda logró evitar que la
guerra escalara hasta una dimensión regional y contuvo el conflicto
dentro de las fronteras de tres países: Nicaragua, Guatemala y El
Salvador.Paradojas de la historia: casi 30 años después es Colombia la que mira a Centroamérica con la esperanza de que la dinámica de paz que se inauguró con la firma de los Acuerdos de Esquipulas II, en agosto de 1987, pueda aportar elementos que contribuyan a alcanzar el fin negociado del conflicto armado.
¿Qué es lo que Colombia puede aprender? Como en todos los aprendizajes, éste se compone de dos operaciones básicas: emulación y evitación. O, lo que es lo mismo: al observar el proceso de paz centroamericano, hay elementos positivos que Colombia haría bien en incorporar a su propio proceso de paz, así como otros elementos que la distancia histórica aconseja no repetir.
Una de las lecciones más útiles es que sólo cuando las partes que se sentaron en la mesa de diálogo (de un lado, los gobiernos; del otro, los movimientos insurgentes) lo hicieron con el convencimiento de que el objetivo era el logro de un acuerdo y no otro, como la legitimación ante la opinión pública o un respiro para rearmarse de cara a proseguir el enfrentamiento armado, fue cuando llegó el fin del conflicto.
Esto, que puede parecer una obviedad, no lo es en absoluto. Porque significa que quienes hasta ese momento son enemigos empiezan a transitar por el difícil camino de contemplar al otro como adversario. Al enemigo se lo pretende aniquilar, se le niega el derecho a la existencia. Al adversario se le reconoce la legitimidad de la existencia, por más que no se compartan sus puntos de vista.
Así, por ejemplo, sucedió en El Salvador a partir de noviembre de 1989. Por eso las negociaciones anteriores a esa fecha fracasaron. Y en el caso de Colombia hay ejemplos de sobra (las experiencias de la Unión Patriótica o del despeje de San Vicente del Caguán, por citar sólo dos) para que ambos contendientes tengan una comprensible desconfianza frente a la sinceridad de quien está sentado al otro lado de la mesa de diálogo.
Y no vale que sólo una de las partes acuda a la negociación con una voluntad sincera de acuerdo. Todas las partes deben vencer la tentación de utilizar el proceso de paz como una estrategia para obtener ventajas frente a la otra parte de cara a una profundización en el futuro del conflicto. ¿Habrá llegado la hora para que las Farc y el gobierno de Colombia destierren de su agenda el objetivo de vencer y lo sustituyan por el de convencer?
En el terreno de los errores que el proceso de paz colombiano debe evitar se encuentra la cuestionable estrategia centroamericana de aplicación de los pactos, una vez éstos se hayan alcanzado en la mesa de negociación. Si es difícil llegar a plasmar por escrito el acuerdo que lleve al fin de la guerra, igualmente compleja es su puesta en práctica. En este sentido, la experiencia centroamericana muestra que si existen serios déficits en el cumplimiento de los acuerdos, la paz posterior a la firma se transforma en una situación inestable que lleva a una paz de mínimos que no cumple cabalmente con las expectativas de la sociedad civil.
Así, en el caso de El Salvador, las fallas en el cumplimiento de la reforma agraria o de la reinserción a la vida civil de los antiguos combatientes ha derivado en uno de los problemas más acuciantes que haya sufrido esa nación tras los Acuerdos de Chapultepec: la inseguridad ciudadana con los niveles de violencia común más altos en América Latina.
* Profesor de ciencia política de la Universidad Complutense de Madrid.
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Fernando Harto de Vera / Especial para El Espectador / | Elespectador.com
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