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Extraña enfermedad le está devorando la piel a una comunidad indígena
Por: JULIAN ISAZA |
La historia de los chimilas, un pueblo que, más que vivir, hace un acto de resistencia cada dia
2.100 VECES JOB
"Mi carne está vestida de gusanos, y de costras de polvo; Mi piel hendida y abominable", Job 7:5.
El infierno tiene diferentes caras, pero en todas quema. Este arde a 36 grados centígrados y polvo. En el bus se dispara una ráfaga de aleluyas entonadas en vallenato de alto octanaje cristiano y el DVD se detiene en una canción. La estrofa se repite muchas veces: "Hay uno allá escondido / Y se llama Satanás". El diablo revolotea y en algunos kilómetros bailará entre la miseria, el calor, la enfermedad y la mierda.
El camino no ofrece nada. A lado y lado el paisaje rebosa de lo mismo: matorrales y vacas y, en el centro, la trocha. De Valledupar a Bosconia, de Bosconia a Pueblo Nuevo, de Pueblo Nuevo a Sabanas de San Ángel (Magdalena) y de Sabanas de San Ángel al resguardo Issa Oristunna, en donde vive una parte de la comunidad Ette Ennaka, más conocida como chimila. En la penúltima parada Carlos Rodríguez espera y suda como gaseosa bajo el sol. Con camiseta, tenis y gorra es un paisano cualquiera. "Periodista, ojalá traigas la lluvia", suelta en veloz costeño el líder indígena, que anhela el final de un verano demasiado prolongado. Atrás de él está la plaza del pueblo que ondula en el calor, adelante está la vía que conduce a ese lugar que él llama hogar.
Su hogar se llama Issa Oristunna y traduce 'Nueva esperanza'. El lugar es una explanada con un puñado de casas de palo desperdigadas por ahí y que a primera vista están habitadas por burros, perros y cerdos huesudos. Un sitio seco y silencioso. Los indígenas son siluetas vaporosas en la distancia. Caras fugaces que se ocultan. Niños simultáneamente flacos y barrigones; hombres ocres. En el centro del asentamiento hay una construcción blanca, una de las pocas de ladrillo, que sirve de puesto de salud una vez por semana. Detrás de esta una mujer se sienta en una silla Rimax, las piernas las tiene cubiertas de llagas viejas y frescas -unas en carne viva, otras cubiertas de costras blanquecinas-, que se expanden por su pantorrilla y se internan bajo su falda. Es la 'enfermedad' -así, a secas, sin nombres ni apellidos, sin explicaciones-, una condición cutánea que desfigura y afecta a buena parte de la población.
El silencio no es hostil ni amable. Es solo un silencio vacío. En la casa del lado una mujer prende la candela para cocinar la cena: arroz y tinto. Se llama Jacqueline, tiene 28 y en sus brazos tiene a un pequeño de un año, el menor de sus cuatro hijos, "dos varones y dos hembras", explica. Su marido, a unos metros, la mira ausente, como quien ve vidrio.
Jacqueline tiene la enfermedad desde que tiene memoria. Su cara está surcada por canales rosados, como si la piel fuese parafina derretida. "Me empezó en el cuerpo", cuenta en voz baja, tímida y se señala el pecho. Ahora la tiene en brazos, piernas, torso y cara. "No duele, pero no me puede dar el sol, me hace daño", dice y sonríe levemente, pero luego, en un segundo, como si hubiera cometido una imprudencia retrocede, se vuelve huidiza, esquiva e intenta esconder sus antebrazos bajo la camisa.
"Es que da vergüenza", vuelve a soltar y de nuevo se le escapa una risa nerviosa. Luego regresa a lo suyo, al fogón crujiente, revuelve el contenido lechoso de la olla. Al lado reposa un gastado y tiznado tubo de crema. "En Santa Marta me hicieron unas pruebas y los médicos de San Ángel, pero no me han dicho nada, solo me recetan unas cremas", dice indiferente y sus ojos se quedan en una de sus hijas que juega en el piso on un par de piedras. La mirada se le ablanda: "Pero ninguno de mis hijos tiene la enfermedad". Respira despacio.
En el árbol genealógico de Antonia sí ha estado presente la enfermedad. "Tengo 7 hijos, y nietos tengo como 9, y unos la tienen. Mi papá también estuvo así", cuenta la mujer, de unos 70 años, mientras teje lo que puede ser un individual. Su boca está brotada, sus labios parecen una coliflor, pero ella ya no siente pena, no se oculta.
Los dedos se trenzan hábiles entre hilos azules. Los nietos juegan a perseguir pollos y una mujer con tres pequeños y la camiseta tensa sobre el abdomen que hospeda a un nuevo pariente la saluda, y ella levanta el brazo a velocidad quelonia y dice adiós. Los días se suceden idénticos.
Antonia se mece en su silla afuera de la casa esperando que pasen las horas, espantando los moscos, hablando duro. "¡Uhhhhh, caramba! Eso apenas da rasquiña y ya", dice y suelta una carcajada. Antonia, vieja y sabia, entiende que la enfermedad es solo un síntoma de un mal mucho mayor: del abandono. "Esto es por fuera, mijo", dice. Y luego, si le preguntan cómo viviría mejor, ella responde: "Yo acá viviría bien si al menos tuviera espacio para criar a los animales".
De los casi 2.100 habitantes de Issa Oristuna, cerca de 800 viven en esta parte del resguardo, y según Teófilo Ariza, gobernador del cabildo, "aquí tenemos 123 enfermos de la piel".
Los datos concretos son esquivos, pero recientemente algunos medios le dieron visibilidad a la situación. Hace un par de meses un reportaje gráfico de la revista Bocas reveló la cruda situación de los indígenas, y el diario El Tiempo le hizo seguimiento y habló con la ministra de Salud, Beatriz Londoño, quien se comprometió a conformar una comisión para diagnosticar y solucionar la situación.
Pero lo cierto es que la enfermedad se viene presentando desde hace tiempo, los diagnósticos son etéreos y el remedio parece distante. Según José Fernando Valderrama, epidemiólogo y asesor de la dirección de promoción y prevención del Ministerio de Salud, en el lugar "se vieron algunas enfermedades en piel prevalentes como la escabiosis (sarna)", dice vía teléfono desde su oficina, y agrega: "Esto es una ectoparasitosis. Se debe a la infestación de un ácaro parásito, que es el sarcoptes scabiei, y esto se contagia frecuentemente de piel a piel o por contacto con las sábanas, las toallas o la ropa", termina.
Pero un estudio de la facultad de Medicina de la Universidad Javeriana asegura que lo que padecen estos indígenas es una enfermedad llamada prurigo actínico, que está relacionada con la exposición a la luz solar y que al parecer tiene una incidencia mayor en los amerindios. Mientras que Emma Margarita Fuentes, coordinadora médica del Hospital Local Sabanas de San Ángel, que atiende a la comunidad, dice que "en todos estos años han venido dermatólogos y han hecho biopsias y dicen que es una intolerancia al sol, que es genético, que es a causa del agua. Es decir, no hay determinación exacta".
Aunque el origen de la afección no parece muy claro, en lo que coinciden los expertos es en que las es casas condiciones de salubridad estimulan su aparición: "Son comunidades en las cuales el tema de agua potable, disposición de excretas, las condiciones propias de vivienda y facilidades en sus condiciones de alimentación, nos muestran a una población en riesgo, con algunas vulnerabilidades para que se presenten eventos en salud pública", explica José Fernando Valderrama. Y aunque esto sí es evidente, hasta ahora se ha hecho muy poco.
Caminar por Issa Oristunna obliga a andar en zigzag, a esquivar excrementos secos y costrosos de origen animal y a veces humano. La cotidianidad del pueblo transcurre en un literal mierdero, en el que la brisa es apenas un breve suspiro.
- Aquí las deposiciones se hacen a campo abierto, no se cuenta con letrinas ni nada. Yo sí he manifestado -dice Carlos, que ahora usa ese tono bajito apto para verdades incómodas-, que yo soy indígena y soy todo, pero debemos tener una adecuación porque también somos personas humanas.
- ¿Nunca han tenido un baño?
- Esas casitas de allá -levanta el dedo y señala un puñado de construcciones que se pierden en la distancia y la maleza-, que fueron un proyecto, tenían un baño interno, pero como vienen y hacen la obra corriendo, muchas las dejaron con los tubos mal pegados, las uniones están al revés y no baja nada. Y si baja, no hay agua.
Hace una pausa, baja saliva y se le ocurre lo que luego resultará obvio: "Periodista: ¿cómo no vamos a estar enfermos?".
El calor es una baba que se pega en la piel. Al centro del resguardo llegan desde lejos, desde los rincones del territorio, burros lentos que en el lomo transportan a indígenas pequeños y cetrinos, y en los costados gordos bidones plásticos para cargar agua. Es un desfile regular, parsimonioso, inalterable, que culmina en la pequeña planta de tratamiento de agua, en la que hay cinco tanques azules sobre una estructura de concreto, de los cuales solo funciona uno.
Luis viene como un faquir, con las piernas cruzadas en la base del cuello de Pezzuti, su burro, a quien bautizó así como homenaje al arquero de Nacional, Gastón Pezzuti. Luis tiene un bigotito que es apenas una línea horizontal sobre su labio superior y que se arquea hacia arriba cada vez que sonríe, cosa que hace a menudo.
El hombre parquea su vehículo que empieza a rebuznar. Baja los dos bidones y se dirige a una de las dos llaves que aún funcionan y que surten a toda la comunidad. Carga el líquido, 20 litros por caneca y, mientras, cuenta que vive "en una casa como a dos kilómetros de aquí y somos cinco personas; por eso hago tres viajes al día y cada uno es una hora y pico. Me echo cuatro horas en agua". Detrás de Luis ya hay una fila de tres paisanos esperando.
El agua viene del jagüey, de un pequeño lago turbio, color aguapanela, que se esconde detrás de la maleza. Allí una motobomba extrae el líquido y lo lleva a la planta y a la escuela. "Esta agua es para lavar, es pa' todo. Esta la hervimos y la colamos con un trapo para cocinar. El resto sí se coge para lavar", dice Luis sonriendo.
Carlos resume el asunto: "No es el volumen eficaz de agua para la gente -un tanque de tratamiento y dos llaves para 2.100 habitantes- y muchos simplemente hacen un pequeño filtro para consumirla". La pregunta que resuena es la misma: "Periodista: ¿Cómo no vamos a estar enfermos?".
Salvador es viejo, magro y lleva la opaca pátina de los años en su cuerpo. Apoya su costado en el tronco de un árbol tan seco y rugoso como el brazo que sale de la camisa sucia, y fuma tabaco. En la boca le sobreviven cuatro dientes gastados y una lengua pastosa que suelta frases en español y en su dialecto indígena. El hombre no está de humor, mira con sus ojos pequeños y negros, y escupe: "¡Es basura! ¡Pura basura!".
Salvador tiene uno de esos nombres que probablemente trazan el destino: es médico tradicional. Y, sí, está 'emputado'. La furia de hoy es culpa de sus paisanos que no le pagan sus servicios y del periodista que le hace preguntas, preguntas pendejas sobre la enfermedad.
Las cosas no van bien y se queja vehemente: "Uno trabaja si gana. Eso es trabajoso, buscar las plantas para curar". El cuerpo del anciano se sacude rabioso. Las frases se atropellan, se amarran con otras repletas de sonidos cortados en su idioma. Carlos intenta calmarlo, le dice hay que hablar para que la gente conozca la situación del pueblo. El viejo calla, Carlos también. Hay una serenata de insectos. Luego vuelve y suelta como intentando explicar lo que no puede: "El problema de la piel es que es como un pegante que se queda ahí". Salvador también tiene la marca de la enfermedad en la nariz y las piernas. Y no puede salvarse a sí mismo.
Un silencio de dos segundo y el viejo vuelve a la carga en su dialecto y Carlos traduce. Según él, Yao, su dios, con el que habla en sueños, no está contento porque la tradición no se respeta, porque la gente pierde el arraigo a su cultura, porque ya no pueden ir a los lugares sagrados -el territorio de los chimilas es un retazo entre fincas y deben pedir permiso para transitar por la zona y para recolectar sus plantas medicinales-. Y por eso, según él, apareció la enfermedad.
Y aunque la explicación surge de lo místico, no está lejos de la realidad: "El pueblo Ette Ennaka en algún momento perdió su territorio -en el siglo pasado fueron arrinconados por los terratenientes- y no tiene agua, y esos dos elementos son básicos desde el punto de vista indígena, porque para ellos la relación con el territorio y la posibilidad de tener agua definen muchas de las condiciones de vida y de salud", explicará luego José Milton Guzmán, consultor nacional y punto focal de diversidad cultural de la Organización Panamericana de la Salud, que este año trabajó y desarrolló planes con la comunidad. En otras palabras, los indígenas confinados en estas 800 hectáreas deben vivir hacinados con sus animales y, además, no tienen fuentes de agua fresca, por lo que las condiciones higiénico-sanitarias son poco más que dramáticas.
Más abajo se escucha "amén y aleluya". Un grupo de mujeres y niños levanta los brazos. Delante de ellos un hombre de anteojos, camisa polo ver de y Biblia en mano, habla de bendiciones, de milagros, de fe. Sobre todo de fe. Son dos docenas los que lo escuchan sentados, asintiendo, sudando. Algunos tienen llagas en las piernas, los brazos y la cara.
Son las cuatro de la tarde y la ceremonia va por la mitad. En la pequeña congregación al aire libre, las madres y los pequeños cierran los ojos y cantan. El pastor les habla de las pruebas de la vida, de la recompensa que les aguarda. Todos se funden en esa oración, en ese refugio bíblico en el que la pobreza y el sufrimiento son virtudes que garantizarán la salvación, el rescate posterior de tanta penuria, el paraíso después de este infierno. Creer también puede ser un asunto de desesperación.
Carlos mueve la cabeza. Niega en silencio porque desaprueba lo que ve, lo que oye. "La evangelización acaba y eso es un exterminio cultural a los pueblos indígenas. Siempre he manifestado que tenemos que mirar cómo podemos acabar con eso -dice con la mirada fija en la pequeña multitud-, porque no podemos permitir que hoy el indígena se arrodille, que abra los brazos, cuando eso no es nuestra cultura. Nuestra cultura parte de un respeto, de escuchar a la autoridad, que es la que se está comunicando con Yao".
Pero parece que Yao no está, tampoco el Dios de la Biblia. Solo el diablo que baila a sus anchas y esparce sus calamidades. A lo lejos los nubarrones flotan lentos y los truenos braman, pero justo el firmamento del territorio chimila permanece prístino y el sol se abre paso y fustiga la tierra. La esperada lluvia tampoco llega, apenas caen un par de gotas burlonas. Carlos mira hacia arriba y sonríe con una de esas sonrisas que se usan en la tragedia.
El pastor lee pasajes de las escrituras, lee la historia de Job, que sufrió toda clase de desgracias cuando Dios le permitió a Satanás ponerlo a prueba. Fue abandonado, robado, quedó en la miseria, enfermó; "entonces salió Satanás de la presencia de Jehová, e hirió a Job con una sarna maligna desde la planta del pie hasta la coronilla de la cabeza". Los indígenas que asisten al culto se sienten identificados, acaso porque en Issa Oristunna hay 2.100 Jobs. Solo que ellos, a diferencia del original, no tendrán el celestial happy ending.
Y luego, la noche no cae, se desploma. Negra y cerrada.
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