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Crónicas de la ciudad
Por: Alberto Rivera
• Escríbale una carta de amor a la ciudad. Dígale que la ama y que le ofrece su corazón como lecho para acompañar la soledad de que está hecha. Dígale que quiere besarla para amargarle la vida a los que la odian. Dígale que le va a escribir poemas todos los días, que le va a dedicar un libro escrito por sus manos que la van a acariciar de verdad y no de mentiras. Dígale que en las mañanas usted mira ese cielo que despierta y la ve a ella dormitando en las nubes. Dígale que usted se la encuentra en las esquinas y cada hallazgo es un abrazo que le da, de verdad y no de mentiras. Dígale que usted la recorre en toda su extensión no sólo para caminarla sino para conocer sus emociones y compartirlas y guardar sus gestos en la memoria de ese amor sincero. Dígale que no está sola, que usted existe, que la admira, que cuente con su cuerpo y con su sexo. Pero no le escriba en los muros desde los rayones viejos que no dicen nada y que son como escombros de la urbe.
• Pues uno se asoma y los ojos caen en una caja de sorpresas y tentaciones y se empiezan a recorrer tantos caminos posibles como sueños se guarden. Quien no se asoma a ver a través de los huecos de la ciudad con la curiosidad del gato a ver qué muerto hay, o qué basurero o que cuerpos jadeantes, o qué están cocinando, o si se puede alargar el oido para escuchar de quién están hablando mal, si de mí o de quien no conozco para estar tranquilos. Los huecos en los muros de la urbe son ventanas que nadie entiende porque nacen por obra y gracia de manos que nadie ve, pero divierten, entretienen o vomitan. Y uno se asoma con la inocencia a flor de piel, con la cautela de quien descubre un tesoro de vacíos y abre una caja de pandora de donde sale la realidad a divertirse golpeando los anhelos. Detrás de esos huecos estamos todos con nuestros errores gritando en la fogata, asando hasta la muerte nuestras culpas. La próxima vez asómese pero sin fantasías.
• Pues uno se asoma y los ojos caen en una caja de sorpresas y tentaciones y se empiezan a recorrer tantos caminos posibles como sueños se guarden. Quien no se asoma a ver a través de los huecos de la ciudad con la curiosidad del gato a ver qué muerto hay, o qué basurero o que cuerpos jadeantes, o qué están cocinando, o si se puede alargar el oido para escuchar de quién están hablando mal, si de mí o de quien no conozco para estar tranquilos. Los huecos en los muros de la urbe son ventanas que nadie entiende porque nacen por obra y gracia de manos que nadie ve, pero divierten, entretienen o vomitan. Y uno se asoma con la inocencia a flor de piel, con la cautela de quien descubre un tesoro de vacíos y abre una caja de pandora de donde sale la realidad a divertirse golpeando los anhelos. Detrás de esos huecos estamos todos con nuestros errores gritando en la fogata, asando hasta la muerte nuestras culpas. La próxima vez asómese pero sin fantasías.
• Aunque usted no lo crea en la ciudad existe el carruaje de los sueños que se salió de quien sabe qué cuento de breves fantasías y ahora padece de viejo la soledad de los incomprendidos. Su estado de locura es tal que ahora en el rebusque de la cotidianidad se ha vuelto recogedor de lo que la urbe tira para tratar de armarse de nuevo. Parece que los plásticos que recoge son como las nubes de los libros, las cobijas lo que fue un antiguo sillón de cuero lustroso y mullido y las llantas de nácar son apenas un pedazo de plástico envejecido por la lluvia. El carruaje de la cenicienta se salió de los libros para quedarse abandonado en las calles de la urbe después que los niños perdieron la inocencia y ahora sin caballos blancos, sin aparejos de oro, sin cochero de papel, padece la triste historia de los anaqueles donde van a reventarse de tristeza los libros porque no tienen manos que los busquen ni ojos que los vean ni pequeños duendes que los gocen. Un carruaje triste recorre la ciudad.
• Gente de todos los colores, tamaños y sabores, de pantalón corto y de pantalón largo, de rojo, de azul, de cuadros, de verde; llevando en sus cajas de cartón un montón de sueños apretujados como si fueran botellas de aceite o empaques de jabón; en sus costales la remesa de la semana, el plato de cada día asegurado, las lentejas, el garbanzo, el fríjol, el arroz que no se da silvestre en la finca y uno que otro detalle para la cocina, algún bocadillo atravesado, algo de fresco para la sed que da la tierra. Gente de todas las edades, desde el joven que empieza su trayectoria como contorsionista de los caminos, hasta el viejo que ya sabe de dónde agarrarse en el jeep, dónde poner el pie, la mirada, el bulto, cómo acomodarse el sombrero para que el viento no vaya a jugar con él y de qué lado colgarse la mochila donde guarda la menuda, los cigarrillos, el escapulario, la cédula raída. Gente que va y viene por la carretera que los acerca a la soledad de sus días, a sus plantas, a las noches cortas y a la madrugada de mañana lunes para acariciar la huerta...
• Si la vida es así de larga, sucia y mentirosa, es apenas la suerte que merece. Si la vida es así de homicida, negra y miedosa, hay que salir corriendo de la ciudad a encontrarla en otros parajes. Aquí hubo un recuerdo atosigado de fantasías que murieron sin saber por qué debían cruzar ese camino al infierno. Nadie se explica por qué el rocío que le nace en la mañana a esta maleza de muerte, es del color de los fantasmas y asusta las primeras horas del día. Si allí alguna vez hubo vida estuvo secuestrada por el miedo, la incertidumbre, el dolor, el goce infernal, el grito de los cuchillos que nadie escuchó. Y en medio de ese temor nació un parque a la vida, con una entrada tricolor recordando la sangre enterrada en esa tierra con un semilla que creció para adentro por vergüenza de mostrarse ante la urbe. Si la vida es así de dolorosa, si arrastra los pasos, si se dedica a orar cotidiana por sus muertos, si mira detrás de la tristeza, si se queda con las manos vacías, va de retro.
• Escríbale una carta de amor a la ciudad. Dígale que la ama y que le ofrece su corazón como lecho para acompañar la soledad de que está hecha. Dígale que quiere besarla para amargarle la vida a los que la odian. Dígale que le va a escribir poemas todos los días, que le va a dedicar un libro escrito por sus manos que la van a acariciar de verdad y no de mentiras. Dígale que en las mañanas usted mira ese cielo que despierta y la ve a ella dormitando en las nubes. Dígale que usted se la encuentra en las esquinas y cada hallazgo es un abrazo que le da, de verdad y no de mentiras. Dígale que usted la recorre en toda su extensión no sólo para caminarla sino para conocer sus emociones y compartirlas y guardar sus gestos en la memoria de ese amor sincero. Dígale que no está sola, que usted existe, que la admira, que cuente con su cuerpo y con su sexo. Pero no le escriba en los muros desde los rayones viejos que no dicen nada y que son como escombros de la urbe.
• Pues uno se asoma y los ojos caen en una caja de sorpresas y tentaciones y se empiezan a recorrer tantos caminos posibles como sueños se guarden. Quien no se asoma a ver a través de los huecos de la ciudad con la curiosidad del gato a ver qué muerto hay, o qué basurero o que cuerpos jadeantes, o qué están cocinando, o si se puede alargar el oido para escuchar de quién están hablando mal, si de mí o de quien no conozco para estar tranquilos. Los huecos en los muros de la urbe son ventanas que nadie entiende porque nacen por obra y gracia de manos que nadie ve, pero divierten, entretienen o vomitan. Y uno se asoma con la inocencia a flor de piel, con la cautela de quien descubre un tesoro de vacíos y abre una caja de pandora de donde sale la realidad a divertirse golpeando los anhelos. Detrás de esos huecos estamos todos con nuestros errores gritando en la fogata, asando hasta la muerte nuestras culpas. La próxima vez asómese pero sin fantasías.
• Pues uno se asoma y los ojos caen en una caja de sorpresas y tentaciones y se empiezan a recorrer tantos caminos posibles como sueños se guarden. Quien no se asoma a ver a través de los huecos de la ciudad con la curiosidad del gato a ver qué muerto hay, o qué basurero o que cuerpos jadeantes, o qué están cocinando, o si se puede alargar el oido para escuchar de quién están hablando mal, si de mí o de quien no conozco para estar tranquilos. Los huecos en los muros de la urbe son ventanas que nadie entiende porque nacen por obra y gracia de manos que nadie ve, pero divierten, entretienen o vomitan. Y uno se asoma con la inocencia a flor de piel, con la cautela de quien descubre un tesoro de vacíos y abre una caja de pandora de donde sale la realidad a divertirse golpeando los anhelos. Detrás de esos huecos estamos todos con nuestros errores gritando en la fogata, asando hasta la muerte nuestras culpas. La próxima vez asómese pero sin fantasías.
• Aunque usted no lo crea en la ciudad existe el carruaje de los sueños que se salió de quien sabe qué cuento de breves fantasías y ahora padece de viejo la soledad de los incomprendidos. Su estado de locura es tal que ahora en el rebusque de la cotidianidad se ha vuelto recogedor de lo que la urbe tira para tratar de armarse de nuevo. Parece que los plásticos que recoge son como las nubes de los libros, las cobijas lo que fue un antiguo sillón de cuero lustroso y mullido y las llantas de nácar son apenas un pedazo de plástico envejecido por la lluvia. El carruaje de la cenicienta se salió de los libros para quedarse abandonado en las calles de la urbe después que los niños perdieron la inocencia y ahora sin caballos blancos, sin aparejos de oro, sin cochero de papel, padece la triste historia de los anaqueles donde van a reventarse de tristeza los libros porque no tienen manos que los busquen ni ojos que los vean ni pequeños duendes que los gocen. Un carruaje triste recorre la ciudad.
• Gente de todos los colores, tamaños y sabores, de pantalón corto y de pantalón largo, de rojo, de azul, de cuadros, de verde; llevando en sus cajas de cartón un montón de sueños apretujados como si fueran botellas de aceite o empaques de jabón; en sus costales la remesa de la semana, el plato de cada día asegurado, las lentejas, el garbanzo, el fríjol, el arroz que no se da silvestre en la finca y uno que otro detalle para la cocina, algún bocadillo atravesado, algo de fresco para la sed que da la tierra. Gente de todas las edades, desde el joven que empieza su trayectoria como contorsionista de los caminos, hasta el viejo que ya sabe de dónde agarrarse en el jeep, dónde poner el pie, la mirada, el bulto, cómo acomodarse el sombrero para que el viento no vaya a jugar con él y de qué lado colgarse la mochila donde guarda la menuda, los cigarrillos, el escapulario, la cédula raída. Gente que va y viene por la carretera que los acerca a la soledad de sus días, a sus plantas, a las noches cortas y a la madrugada de mañana lunes para acariciar la huerta...
• Si la vida es así de larga, sucia y mentirosa, es apenas la suerte que merece. Si la vida es así de homicida, negra y miedosa, hay que salir corriendo de la ciudad a encontrarla en otros parajes. Aquí hubo un recuerdo atosigado de fantasías que murieron sin saber por qué debían cruzar ese camino al infierno. Nadie se explica por qué el rocío que le nace en la mañana a esta maleza de muerte, es del color de los fantasmas y asusta las primeras horas del día. Si allí alguna vez hubo vida estuvo secuestrada por el miedo, la incertidumbre, el dolor, el goce infernal, el grito de los cuchillos que nadie escuchó. Y en medio de ese temor nació un parque a la vida, con una entrada tricolor recordando la sangre enterrada en esa tierra con un semilla que creció para adentro por vergüenza de mostrarse ante la urbe. Si la vida es así de dolorosa, si arrastra los pasos, si se dedica a orar cotidiana por sus muertos, si mira detrás de la tristeza, si se queda con las manos vacías, va de retro.
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