lunes, 21 de octubre de 2013

EL EXORCISTA DE ROMA HABLA DEL MALEFICIO... "FUERZAS OCULTAS Y MISTERIOSAS QUE HACEN DAÑO Y PUEDEN CAUSAR LA MUERTE DEPENDIENDO DEL SACERDOTE"

Enlace Programado por Gabriel Alberto Restrepo Sotelo es LINTERNA ROJA EN Google, Yahoo y Facebook .-.


El Exorcista de Roma habla del maleficio

Para que se pueda comprender mejor lo que expuse en mi post anterior, y ante la duda de algunos, traigo aquí un capítulo del libro “Habla un exorcista” del exorcista de la Diócesis de Roma Gabriele Amorth, publicado por Planeta. Es un poco largo, pero merece la pena leerlo con interés, ya que explica perfectamente algunos de los medios que utiliza el demonio para hacer daño a las personas que caen bajo su radio de acción. El expone algunos casos vividos por él. Ya explicaré mi experiencia en relación con el Vudú.
 
 
EL MALEFICIO
Hablamos del maleficio   como una causa por la que una persona puede sin tener culpa verse acometida por el demonio. Por ser éste el caso más frecuente, se hace necesario hablar de él por separado. Trataré también de concretar el uso de los términos: no existe una terminología universalmente aceptada, por lo que cada autor debe especificar en qué sentido usa las palabras.
Considero que maleficio es un vocablo genérico.
Normalmente se le define como «hacer daño a otros a través de la intervención del demonio». Es una definición exacta pero que no aclara de qué manera se causa el mal. De ahí las confusiones, así, algunos autores consideran, por ejemplo, el maleficio como sinónimo de hechizo o brujería. En cambio, el hechizo y la brujería son, a mi parecer, dos modos distintos de realizar un maleficio. Sin pretensiones de exhaustividad y basándome sólo en los casos que he experimentado, tomo en consideración estas formas de maleficio:
1) la magia negra;
2) las maldiciones;
3) el mal de ojo;
4) los hechizos.
Son formas distintas, pero no compartimentos estancos; las interferencias son frecuentes.
 
1. La magia negra, o brujería, o ritos satánicos que tienen su culminación en las misas negras. Considero conjuntamente estas prácticas, por las analogías que presentan; en realidad, las he enumerado por orden de gravedad. Su característica es hacer recaer el maleficio sobre una determinada persona mediante fórmulas mágicas o ritos, a veces incluso muy complejos, con invocaciones dirigidas al demonio, pero sin usar objetos específicos. Quien se dedica a estas prácticas se convierte en siervo de Satanás, pero por culpa suya; nosotros aquí las consideramos sólo como medios para realizar maleficios en perjuicio de otras personas.
Ya las Sagradas Escrituras son muy tajantes en la prohibición de estas prácticas, que toman como un renegar de Dios para consagrarse al demonio.
«Cuando hayáis entrado en la tierra que el Señor vuestro Dios os va a dar, no imitéis las horribles
costumbres de esas naciones [o sea de los paganos]. Que nadie de entre vosotros ofrezca en sacrificio a su hijo haciéndole pasar por el fuego [sacrificios humanos], ni practique la adivinación, ni el sortilegio, ni pretenda predecir el futuro, ni se dedique a la hechicería ni a los encantamientos, ni consulte a los adivinos y a los que invocan a los espíritus, ni consulte a los muertos [sesiones espiritistas]. Porque al Señor le repugnan quienes hacen estas cosas» (Dt. 18, 9-12). «No recurráis a nigromantes ni adivinos. No os hagáis impuros por consultarlas.
Yo soy el Señor vuestro Dios» (Lev. 19, 31). «El hombre o la mujer que practiquen la nigromancia o la adivinación, serán muertos a pedradas, y serán responsables de su propia muerte» (Lev. 20,27; véase también Lev. 19, 26-31). No es más tierno el Éxodo: «No dejes con vida a ninguna hechicera» (22, 17). También en otros pueblos la magia era castigada con la muerte. Aunque los términos se traducen de distinta manera (y varían según las traducciones), el contenido es clarísimo. Volveremos a hablar de la magia.
 
2. Las maldiciones. Son deseos de que caiga el mal sobre alguien, y el origen del mal está en el demonio; cuando tales maldiciones se pronuncian con verdadera perfidia, especialmente si existen vínculos de sangre entre el maldiciente y el maldecido, pueden provocar efectos tremendos. Los casos más frecuentes y graves que he presenciado se referían a padres o abuelos que maldijeron a sus hijos o nietos. La maldición ha demostrado ser muy grave si se refería a su existencia o era formulada en circunstancias particulares, por ejemplo en el día de la boda. El vínculo que une a padres e hijos y la autoridad de los primeros no se igualan a los de ninguna otra persona.
3 ejemplos típicos. Hice el seguimiento de un joven al que su padre había maldecido desde el nacimiento (evidentemente no lo quería) y había continuado sufriendo tales maldiciones en su infancia y durante todo el período en que vivió en su casa.
Este pobre joven sufrió peripecias de todo género: problemas de salud, increíbles dificultades de trabajo, mala suerte en el matrimonio, enfermedades de los hijos... Las bendiciones le confortaron el espíritu, pero no me parece que sirvieran para nada mas.
Un segundo ejemplo. Una joven quería casarse con un buen muchacho, al que amaba, pero sus padres estaban en contra; dado que sus esfuerzos resultaban inútiles, los padres se mostraron resignados y participaron en las nupcias. El mismo día de la boda el padre llamó aparte a su hija con una excusa; en realidad, la maldijo deseando los peores males para ella, su marido y sus hijos. Y así fue, a pesar de las intensas oraciones y bendiciones.
Otro hecho. Un día vino a verme un profesional; levantándose los pantalones, me hizo observar sus
piernas horriblemente martirizadas por una evidente sucesión de operaciones. Después comenzó a
narrarme los hechos. Su padre era un hombre muy inteligente; la madre de éste quería a toda costa que se hiciera sacerdote, pero él no tenía vocación. El enfrentamiento llegó al punto de que el joven abandonó a su familia; se licenció, se convirtió en una profesional considerado, se casó, tuvo hijos, y todo esto después de haber roto toda relación con su madre, que por ningún concepto quiso volver a verlo. Cuando uno de sus hijos, el que me hablaba, cumplió 8 años, le hicieron una foto, que me fue mostrada; un niño guapo, de sonrisa cautivadora, con los pantalones cortos, las rodillas desnudas, los calcetines altos, como se acostumbraba entonces a vestir a los niños. El padre tuvo una idea desdichada. Pensó que la madre se conmovería ante la foto de su nietecito y que haría las paces con él; así que le mandó la foto. La madre le envió un mensaje: «Que las piernas de ese niño estén siempre enfermas y que si tú vuelves al pueblo mueras en la cama en que naciste.» Todo eso se cumplió. Hay que señalar que el padre volvió al pueblo sólo al cabo de varios años después de la muerte de su madre; pero de pronto se sintió indispuesto y fue llevado provisionalmente a su casa natal, donde murio esa misma noche.
 
3. El mal de ojo. Consiste en un maleficio hecho por una persona por medio de la mirada. No se trata, como algunos creen, del hecho de que ciertas personas te traigan mala suerte si te miran con ojos bizcos; esto son historias. El mal de ojo es un verdadero maleficio: supone la intención de perjudicar
a una determinada persona con la intervención del demonio. Lo que tiene de particular es el medio usado para llevar a término la nefasta obra: la mirada. He tenido pocos casos y no del todo claros; o sea que era evidente el efecto maléfico, pero no lo era igualmente su artífice y tampoco que, como medio, bastase una simple mirada. Aprovecho la ocasión para decir que muchas veces no se llega a conocer al artífice del maleficio y ni siquiera cómo ha empezado el mal. Lo importante es que la persona afectada no esté sospechando de éste o aquél, sino que perdone de corazón y ruegue por quien le ha hecho el mal, sea quien fuere.
Sobre el mal de ojo debo concluir diciendo que es posible, pero nunca he tenido casos confirmados.

 
 
4. El hechizo. Es, con mucho, el medio más utilizado para realizar maleficios. El nombre deriva de hacer o confeccionar un objeto, con los materiales más extraños y heterogéneos, que adquiere un valor casi simbólico: es un signo sensible de la voluntad de hacer daño y es un medio ofrecido a Satanás para que imprima en él su fuerza maléfica. Se ha dicho muchas veces que Satanás remeda a Dios; en este caso podemos tomar la analogía de los sacramentos, que tienen una materia sensible (por ejemplo, el agua durante el bautismo) como instrumento de gracia. En el hechizo el material es usado con la finalidad de causar perjuicio.
Distinguimos dos modos diferentes de aplicar el hechizo a la persona designada. Existe un modo directo, que consiste en hacer beber o comer a la víctima una bebida o una comida en la que se ha mezclado el hechizo. Éste se prepara con los ingredientes más variados: sangre de menstruación, huesos de muertos, polvos diversos, en general negros (quemados), partes de animales entre las que predomina el corazón, hierbas especiales... Pero la eficacia maléfica no la da tanto el material usado como la voluntad de hacer daño con intervención del demonio; y tal voluntad se manifiesta con las fórmulas ocultas pronunciadas mientras se confeccionan aquellos mejunjes. Casi siempre la persona que se ve afectada de este modo, además de otras trastornos, sufre un característico dolor de estomago que los exorcistas saben detectar perfectamente y que sólo se cura después de haber liberado el estómago con muchos vómitos o muchas heces, en que se expelen las cosas más extrañas.
Existe otro modo, que podemos llamar indirecto (uso el lenguaje del que se sirve el padre La Grúa en el libro citado en la introducción), consistente en hechizar objetos pertenecientes a la persona a la que se quiere perjudicar (fotografías, indumentaria o cosas pertenecientes a la misma), o en hechizar figuras que la representen: muñecos, muñecas, animales, a veces incluso personas vivas, del mismo sexo y edad. Se trata de material de transferencia, al que afectan los mismos males que se quiere causar a la persona designada. Un ejemplo muy corriente: durante este rito satánico, a una muñeca se le clavan alfileres alrededor de la cabeza. Luego la persona siente fortísimos dolores de cabeza y viene a decirnos: «Es como si tuviese toda la cabeza atravesada por alfileres punzantes.» O bien se clavan agujas, clavos, cuchillos en las partes del cuerpo que se pretende afectar. Y puntualmente la pobre víctima siente dolores lacerantes que la desgarran en aquellos puntos. Los médiums (de los cuales hablaremos separadamente) suelen decir: «Usted tiene un alfilerazo que le atraviesa desde aquí hasta aquí», e indican el sitio exacto. He tenido casos en que algunas personas se han liberado de esos males con la expulsión de largos y extraños agujones de un material similar al plástico o a la madera flexible, salidos de las partes designadas. La mayoría de veces la liberación se produce expeliendo los más diversos materiales: hilos de algodón coloreados, cintas, clavos y alambres retorcidos.
Merecería atención aparte el hechizo confeccionado en forma de atadura. En estos casos el material usado para la transferencia incluye ligaduras con cabellos o tiras de tela de varios colores (sobre todo blanco, negro, azul, rojo, según el objetivo deseado). Por ejemplo: para perjudicar al hijo de una gestante, se ligó una muñeca con aguja y crines de caballo, desde el cuello hasta el ombligo. El objetivo era que el niño que había de nacer creciera deforme, es decir, no se desarrollara en aquella parte
del cuerpo comprendida por la atadura. De hecho la deformidad se produjo, pero mucho menos grave
de lo que se habría querido provocar. Las ataduras conciernen sobre todo al desarrollo de las distintas partes del cuerpo, pero aún más a menudo al desarrollo mental: algunos tienen dificultades en el estudio, el trabajo, o para desarrollar un comportamiento normal, porque han sufrido ataduras en el cerebro. Y en vano los médicos tratan de identificar y curar el mal.
Me referiré de forma concisa a otro hecho muy frecuente. A menudo los hechizos se provocan con objetos extraños que después se encuentran en las almohadas y los colchones. Aquí no acabaría nunca de contar hechos de los que he sido testigo y en los que nunca habría creído de no haberlos presenciado. Se encuentra de todo: cintas coloreadas y anudadas, mechones de cabellos estrechamente trenzados, cuerdas llenas de nudos, lana apretadamente entrelazada por una fuerza sobrehumana en forma de corona o de animales (especialmente ratones) o de figuras geométricas; grumos de sangre, trozos de madera o de hierro, alambres retorcidos, muñecas llenas de señales o heridas, etc. Otras veces se forman de improviso complicados enredos en el cabello de las mujeres o los niños. Todo ello son cosas o hechos que no se explican sin la intervención de una mano invisible.
En otras ocasiones, esos objetos extraños no aparecen a primera vista, después de haber destripado colchones o almohadas; pero después, si se rocía con agua exorcizada o se introduce alguna imagen bendita (especialmente de un crucifijo o de la Virgen), aparecen los objetos más extraños.
Completaré este tema en las páginas siguientes; pero antes deseo repetir las recomendaciones del padre La Grúa en la obra citada. Si bien lo que he escrito es fruto de la experiencia directa, no hay que creer fácilmente en los maleficios, en especial los realizados a través de un hechizo. Siempre se trata de casos raros. Un examen atento de los hechos revela muchas veces causas psíquicas, sugestiones, falsas temores, en la base de las molestias de las que se lamenta la persona.
Añadiré que a menudo los maleficios no alcanzan su objetivo por diversos motivos: porque Díos no lo permite; porque la persona afectada está bien protegida por una vida de plegaria y de unión con Dios; porque muchos hechiceros son poco hábiles, cuando no simples farsantes; porque el demonio mismo, «mentiroso desde el principio», como lo tilda el Evangelio, engaña a sus mismos seguidores.
Sería un gravísimo error vivir con el temor de racibir maleficios. La Biblia no nos dice nunca que temamos al demonio. Nos dice que le resistamos, seguros de que huirá de nosotros (Sant. 4, 7); nos dice que permanezcamos vigilantes contra sus acometidas y nos mantengamos firmes en la fe (1 Pe. 5, 9).
Poseemos la gracia de Cristo, que derrotó a Satanás con su cruz; contamos con la intercesión de María Santísima, enemiga de Satanás desde el principio de la humanidad; contamos con la ayuda de los ángeles y los santos y sobre todo contamos con el sello de la Trinidad, que nos fue impreso en el bautismo. Si vivimos en comunión con Dios, será el demonio con todo el infierno quien temblará ante nosotros. A menos que seamos nosotros quienes le abramos la puerta...
Por ser el maleficio la forma más común de influencia, diabólica, añado algún otro concepto que la práctica me ha enseñado.
Según la finalidad que persiga, el maleficio puede adquirir distintas denominaciones. Puede ser de división si va dirigido a conseguir que dos esposos, una pareja de novios o dos amigos se separen. Varias veces me he hallado ante el caso de novios que se han separado sin motivo, incluso amándose, y que ya no conseguían estar juntos; uno de sus padres, que era contrario al matrimonio, confesó haber recurrido a un mago para hacer que se separaran. Puede ser de enamoramiento, si pretende que dos se casen. Tengo presente a una muchacha que se había enamorado del novio de una amiga; después de algunos vanos intentos, recurrió a un mago. Los novios se separaron y aquel joven se casó con la muchacha que ordenó el maleficio. Inútil decir que resultó un pésimo matrimonio; el marido no conseguía abandonar a su mujer, pero nunca la quiso y tenía la vaga impresión de haber sido obligado a casarse con ella.
Otros maleficios son para causar enfermedad, o sea a fin de que la persona designada esté siempre enferma; otros buscan la destrucción (los llamados maleficios de muerte). Basta con que la persona afectada se ponga bajo la protección de la Iglesia, es decir, basta con que comience a recibir los exorcismos o a rezar y a hacer rezar intensamente para que la muerte no pueda producirse. He hecho el seguimiento de muchos de estos casos; como ya hemos dicho, el Señor ha intervenido incluso milagrosamente, o al menos de forma que no se puede explicar humanamente, para salvar la vida de esas personas de peligros mortales o, de manera particular, de intentos de suicidio. Casi siempre (preferiría decir siempre, al menos en los numerosos casos en que he podido intervenir) a los maleficios de una cierta gravedad está vinculada la vejación diabólica o incluso la posesión. He aquí por qué es necesario el exorcismo. También son tremendos los maleficios que pretenden la destrucción de toda una familia o, en cualquier caso, los que caen sobre toda una familia.
Ante todo, el Ritual, la norma número 8, nos pone en guardia a fin de que, en caso de maleficio, no se envíe a la persona a magos, brujas u otras, como no sean ministros de la Iglesia; y que el interesado no recurra a ninguna forma de superstición u otros medios ilícitos. Que la admonición es necesaria nos lo dice la experiencia. Son muchos loe magos mientras que los exorcistas somos poquísimos. E incluso un experto como monseñor Corrado Balducci en sus 3 libros aconseja, para poner remedio al maleficio, recurrir a un mago, aunque se prevea que hará otro maleficio (véase, por ejemplo, la obra Il diavolo, Piemme, p. 326). Es un error imperdonable en un autor tan meritorio en otros apartados de sus volúmenes. Pero la admonición resulta particularmente importante porque la tendencia a recurrir a magos, brujos, santones y similares es tan vieja como el mundo. El progreso cultural, científico y social no ha influido en lo más mínimo sobre estas costumbres que conviven tranquilamente con nuestro «mundo del progreso», y en las que están implicadas en eso todas las clases sociales por igual, incluso las más elevadas culturalmente (ingenieros, médicos, maestros, políticos...).
Cuando luego el Ritual sugiere las preguntas que se le deben hacer al demonio, la norma núm. 20 exhorta al exorcista a preguntar sobre «1 motivo de la presencia misma del demonio en aquel cuerpo, en especial si depende de un maleficio; en este caso, si la persona ha sido afectada después de comer o beber sustancias maleficas, el exorcista debe ordenarle que las vomite. Si, en cambio, se ha escondido algo maléfico fuera del cuerpo, el exorcista debe hacerse indicar el lugar, buscar el objeto y quemarlo.
Son indicaciones útiles. En la práctica, cuando un maleficio ha sobrevenido comiendo o bebiendo algo hechizado casi siempre se produce ese dolor de estómago concreto al que hemos aludido varías veces y que denota la necesidad de una liberación por vía fisiológica o vomitando. Entonces se debe aconsejar el uso oral de agua bendita, de aceite y sal exorcizados para favorecer la liberación. También es posible que ciertos objetos maléficos sean expulsados de modo misterioso, como ya hemos dicho: la persona, por ejemplo, puede notar, de pronto, un peso en el estómago como si tuviera un guijarro, y luego encuentra un guijarro en el suelo y el mal cesa. Así, pueden encontrarse hilos coloreados, cuerdecillas entrelazadas y muchas otras cosas...
Todos estos objetos deben ser rociados con agua bendita (la misma persona puede ocuparse de ello) y quemados al aire libre; las cenizas, así como los objetos de hierro o, en todo caso, no combustibles, deben ser arrojados donde corra agua (río, alcantarilla). No en el retrete de la propia vivienda, pues cuando se ha hecho esto, a menudo se han provocado inconvenientes: obstrucción de todos los fregaderos, inundación de la casa...
En muchos casos los extraños objetos encontrados en las almohadas y los colchones se han llegado a descubrir no interrogando al demonio sino a partir de la indicación de carismáticos o médiums (de los que hablaremos a continuación). El hallazgo ha sido el motivo por el cual han comprendido que existía un maleficio y por el cual se ha recurrido al ex ore i st a. También en estos casos hay que quemar fuera de la casa almohadas y colchones, después de haberlos rociado con agua bendita; y las cenizas deben ser arrojadas como antes se ha dicho.
Es importante que la destrucción por el fuego de los objetos hechizados se haga rezando. Especialmente cuando se trata de hechizos descubiertas por casualidad o tras una indicación del demonio, no se puede actuar a la ligera. Para aleccionarme, el padre Candido me contó un «error de juventud» suyo, una imprudencia que cometió en sus primeros años como exorcista.
Estaba exorcizando a una muchacha, acompañado por otro padre pasionista autorizado como él por el obispo. Interrogando al demonio, supieron que a aquella muchacha le habían realizado un hechizo. Se hicieron indicar de qué se trataba: estaba dentro de una cajita de madera, de cerca de un palmo de longitud. Pidieron que les dijeran dónde había sido escondida: se encontraba sepultada a un metro de profundidad, junto a un determinado árbol, cuya posición exacta se hicieron señalar. Lleno de celo, armados de azada y pala, fueron a excavarr en el lugar indicado. Encontraron la cajita de madera, tal como se les había dicho; la hisoparon y examinaron el contenido: una figura obscena en medio de otras baratijas. Inmediatamente, valiéndose de alcohol, procedieron a quemarlo todo con mucho cuidado de manera que sólo quedara un montoncito de ceniza. Pero no realizaron la bendición antes de quemar aquellos objetos; omitieron rezar ininterrumpidamente durante la quema invocando la protección de la sangre de Jesús; habían tocado varias veces aquellos objetos sin lavarse inmediatamente después las manos con agua bendita. La conclusión fue que el padre Candido debió guardar cama durante 3 meses a causa de tortísimos dolores de estómago; tales dolores se prolongaron con cierta intensidad durante unos diez años y de vez en cuando se dejaron sentir también en los años siguientes.
Una dura lección, útil para mi y para cuantos se encontraran en situaciones análogas.
Le pregunté también al padre Candido si, después de todo aquel esfuerzo y aquel sufrimiento, la joven había sido liberada. No, no consiguió ninguna mejora. Esto nos enseña que a veces los hechizos producen todo su efecto sobre las personas en el momento en que son realizados; encontrarlos y destruirlos no sirve de nada. Me he encontrado varías veces con estos casos en los que entre el maleficio y el hallazgo del hechizo habían transcurrido muchos años; el hechizo ya habla agotado su función maléfica; cuando se encontró y fue destruido, ya era ineficaz y su destrucción no aportó ninguna mejora a la persona afectada. Después han ayudado los exorcismos, las oraciones, los sacramentos...
En otros casos, quemar el hechizo interrumpe el maleficio. He tenido ejemplos de ello en casos de «hechizos de muerte» por putrefacción, en los que se había sepultado carne maleficiada, que fue descubierta y destruida antes de que llegara a pudrirse.
Otras veces son sepultados vivos, aunque con un espacio libre a su alrededor, ciertos animales, especialmente sapos. También en este caso dar con ellos antes de su muerte puede interrumpir el maleficio.
Pero los principales remedios siguen siendo los exorcismos, la oración y los sacramentos.
Nunca se insistirá bastante sobre la importancia de recurrir a los medios de Dios y no a magos, aunque se tenga la impresión de que los medios de Dios actúan con lentitud. El Señor nos ha dado la fuerza de su nombre, la potencia de la oración (tanto personal como comunitaria) y la intercesión de la Iglesia. El recurso a los magos, cuya actuación queda enmascarada bajo el equívoco nombre de magia blanca (que consiste siempre en recurrir al demonio), para que hagan otro maleficio que anule un maleficio anterior, no puede más que agravar el mal. El Evangelio nos habla de un demonio que sale de un alma para volver a continuación con otros 7 demonios, peores que él (Mt. 12, 43-45).
Es lo que sucede cuando se recurre a los magos.
Damos 3 ejemplos significativos de ello, que he experimentado repetidas veces.
 
 
Primer ejemplo. Uno comienza a advertir dolores físicos. Prueba con varios médicos y medicinas pero el dolor aumenta en vez de desaparecen no se descubre su causa. Acude entonces a un mago, o a un cartomántico dedicado a la magia, y le dicen: «Usted tiene un hechizo. Si quiere se lo quito. Me conformo con 1 millón de liras.» El otro se lo piensa primero y luego se decide y paga. Acaso se le pide una foto, una prenda íntima o un mechón de pelo. Después de algunos días, la persona se siente totalmente curada y está muy contenta de cómo ha gastado ese millón. Es el demonio que se ha ido. Al cabo de un año reaparecen aquellos trastornos. El pobrecillo reanuda el recorrido de médicos, pero las medicinas resultan impotentes, mientras que el mal va en aumento. Es el demonio que ha vuelto con otros 7 peores que él. En el colmo de la resignación, el paciente piensa: «Aquel mago me cobró un millón, pero me quitó el mal»; y así vuelve a verle sin darse cuenta de que ha sido precisamente él quien le ha causado el agravamiento del mal. Y le dicen: «Esta vez le han echado un hechizo mucho mayor. Si quiere se lo quito y a usted sólo le pido 5 millones de liras; a otro le pediría el doble.» Y vuelta a empezar. Si finalmente la víctima se confía a un exorcista, además del pequeño mal inicial hay que liberarla del mal mayor provocado por el mago.
 
Segundo ejemplo. Igual que antes: el enfermo paga, es curado por el mago, y continúa curado.
Pero, a cambio, el mal pasa a su mujer, a sus hijos, a sus padres, a sus hermanos, por lo cual el daño permanece pero multiplicado (también bajo la forma de obstinado ateísmo, de una vida de pecado, de accidentes de coche, de infortunios, depresiones...).
 
Tercer ejemplo. También aquí, la misma situación que antes. La persona es curada por el mago y la curación perdura. Pero Dios había permitido aquel mal para que aquella persona expiase sus pecados, para que volviese a una vida de oración y de frecuentación de la Iglesia y los sacramentos. El objetivo de aquel mal era lograr grandes frutos espirituales para la salvación del alma. Con la curación realizada por la intervención del demonio, que conocía perfectamente estos fines, el objetivo bueno ligado a aquel mal se esfumó.
 
Debemos tener bien presente que Dios permite el mal para conseguir el bien; permite la cruz sólo porque a través de ella llegamos al cielo. Esta verdad es evidente, por ejemplo, en las personas dotadas de particulares carismas que a menudo están afectadas por sufrimientos por cuya curación no se debe rezar. Todos recordamos al padre Pió, que durante 50 años soportó el dolor lacerante de los 5 estigmas; pero nadie pensó en rezar al Señor para que se los quitara: estaba demasiado claro que aquello era obra de Dios, y que perseguía grandes fines espirituales. El demonio es fino; ¡con mucho gusto habría querido que el padre Pió no llevara impresos en la carne los signos de la Pasión! Naturalmente, el caso es distinto si es el demonio quien provoca los estigmas y suscita falsos místicos.

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