sábado, 18 de junio de 2011

EL REY DEL MUNDO


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Cuerpo del mensaj

Gabriel Alberto Restrepo Sotelo es LINTERNA ROJA EN GOOGLE .-.




GRAN MAESTRE VICTOR SALAZAR

LOS CABALLEROS DE LA ORDEN DEL SOL


Posted: 16 Jun 2011 11:04 PM PDT
El Rey del Mundo
René Guenón
Hoy Crónica Subterránea trae a sus páginas uno de los textos fundamentales que aborda el misterio del Agarta, aunque desde una visión filosófica y menos complaciente a las ya conocidas, se trata Rey del Mundo (1927), de René Guenón.


Hablar de este esoterista francés es introducir al lector en el pensamiento de uno de los hombres más influyentes y controvertidos, del paso siglo XX. Odiado y amado tanto por críticos como fieles seguidores que hoy día continúan difundiendo sus obra, Guenón sentó las bases del esoterismo futuro, y legó una obra extensa y polémica, que es materia de estudio obligado para entender los entramados de las sociedades secretas, y escuelas espirituales por las cuales transitó en sus primeros años de búsqueda.


Su conversión al Islamismo, le ganó mayor animosidad, y no menos ataques entre sus pares, además de su defensa encendida sobre el modelo de tradición oriental, que sentía Occidente no lograba captar.


El Rey del Mundo, a través de los ojos de Guenón, se revela como una figura difusa, erigida desde un centro impersonal, adecuado a las épocas y regiones. Sin embargo su enigma sobrevive a la feroz pluma del escritor francés, que no logra doblegar pese a sus intentos, todos sus misterios.





René Guénon
EL REY DEL MUNDO
(1927) Primera Parte




CAPÍTULO I


NOCIONES SOBRE EL «AGARTTHA» EN OCCIDENTE




La obra póstuma de Saint-Yves d´Alveydre titulada Mission de l´Inde, que fue publicada en 19101, contiene la descripción de un centro iniciático misterioso designado bajo el nombre de Agarttha; por lo demás, muchos lectores de este libro debieron suponer que eso no era más que un relato puramente imaginario, una suerte de ficción que no reposaba sobre nada real. En efecto, si se quiere tomar todo al pie de la letra, hay en eso inverosimilitudes que, al menos para aquellos que se atienen a las apariencias exteriores, podrían justificar una tal apreciación; y sin duda Saint-Yves había tenido buenas razones para no hacer aparecer él mismo esta obra, escrita desde hacía bastante tiempo, y que verdaderamente no estaba puesta a punto. Por otra parte, hasta entonces, en Europa no se había hecho apenas mención del Agarttha y de su jefe, el Brahmâtmâ, más que por un escritor muy poco serio, Louis Jacolliot2, cuya autoridad no es posible invocar; por nuestra parte, pensamos que éste había oído hablar realmente de estas cosas en el curso de su estancia en la India, pero que después las ha arreglado, como todo lo demás, a su manera eminentemente fantasiosa. Pero, en 1924, se ha producido un hecho nuevo y un poco inesperado: el libro titulado Bêtes, Hommes et Dieux, en el que M. Ferdinand Ossendowski cuenta las peripecias de un viaje accidentado que hizo en 1920 y 1921 a través de Asia central, encierra, sobre todo en su última parte, relatos casi idénticos a los de Saint-Yves; y el ruido que se ha hecho alrededor de este libro proporciona, creemos, una ocasión favorable para romper finalmente el silencio sobre esa cuestión del Agarttha.
Naturalmente, espíritus escépticos o malévolos no han dejado de acusar a M. Ossendowski de haber plagiado pura y simplemente a Saint-Yves, y de revelar, en apoyo de esta alegación, todos los pasajes concordantes de ambas obras; hay efectivamente un buen número de ellos que presentan, hasta en los menores detalles, una similitud bastante sorprendente. Primero, hay lo que podría parecer más inverosímil en Saint-Yves mismo, queremos decir, la afirmación de la existencia de un mundo subterráneo que extiende sus ramificaciones por todas partes, bajo los continentes e incluso bajo los océanos, y por el cual se establecen comunicaciones invisibles entre todas las regiones de la tierra; por lo demás, M. Ossendowski, que no toma en cuenta esta afirmación, declara incluso que no sabe qué pensar de ella, aunque la atribuye a diversos personajes que él mismo ha encontrado en el curso de su viaje. Hay también, sobre puntos más particulares, el pasaje donde el «Rey del Mundo» es representado ante la tumba de su predecesor, el pasaje donde se trata del origen de los Bohemios, que habrían vivido antaño en el Agarttha1, como muchos otros todavía. Saint-Yves dice que hay momentos, durante la celebración subterránea de los «Misterios cósmicos», donde los viajeros que se encuentran en el desierto se detienen, donde los animales mismos permanecen silenciosos2; M. Ossendowski asegura que él mismo ha asistido a uno de esos momentos de recogimiento general. Hay sobre todo, como coincidencia extraña, la historia de una isla, hoy día desaparecida, donde vivían hombres y animales extraordinarios: ahí, Saint-Yves cita el resumen del periplo de Jámbulo por Diodoro de Sicilia, mientras que M. Ossendowski habla del viaje de un antiguo budista del Nepal, y no obstante, sus descripciones se diferencian muy poco; si verdaderamente existen de esta historia dos versiones que provienen de fuentes tan alejadas la una de la otra, podría ser interesante recuperarlas y compararlas con cuidado.
Hemos tenido que señalar todas estas aproximaciones, pero tenemos que decir también que no nos convencen en modo alguno de la realidad del plagio; por lo demás, nuestra intención no es entrar aquí en una discusión que, en el fondo, no nos interesa más que mediocremente. Independientemente de los testimonios que M. Ossendowski nos ha indicado por él mismo, sabemos, por fuentes muy diferentes, que los relatos de este género son algo corriente en Mongolia y en toda el Asia central; y agregaremos a continuación que existe algo parecido en las tradiciones de casi todos los pueblos. Por otra parte, si M. Ossendowski hubiera copiado en parte la Mission de l´Inde, no vemos muy bien por qué habría omitido adrede algunos pasajes, ni por qué habría cambiado la forma de algunas palabras, escribiendo por ejemplo Agharti en lugar de Agarttha, lo que se explica al contrario muy bien si ha recibido de fuente mongola las informaciones que Saint-Yves había obtenido de fuente hindú (ya que sabemos que éste estuvo en relaciones con dos hindúes al menos)3; tampoco comprendemos por qué habría empleado, para designar al jefe de la jerarquía iniciática, el título de «Rey del Mundo», título que no figura en ninguna parte en Saint-Yves. Aunque se debieran admitir algunos plagios, por eso no sería menos cierto que M. Ossendowski dice a veces cosas que no tienen su equivalente en la Mission de l´Inde, y que son de las que ciertamente no ha podido inventar de ninguna manera, tanto más cuanto que, mucho más preocupado de política que de ideas y de doctrinas, e ignorante de todo lo que toca al esoterismo, ha sido manifiestamente incapaz de aprehender él mismo su alcance exacto. Tal es, por ejemplo, la historia de una «piedra negra» enviada antaño por el «Rey del Mundo» al Daläi-Lama, transportada después a Ourga, en Mongolia, y que desapareció hace cerca de cien años1; ahora bien, en numerosas tradiciones, las «piedras negras» desempeñan un papel importante, desde la que era el símbolo de Cybeles hasta la que está engastada en la Kaabah de la Meca2. He aquí otro ejemplo: el Bogdo-Khan o «Buddha vivo», que reside en Ourga, conserva, entre otras cosas preciosas, el anillo de Gengis-Khan, sobre el cual hay grabado un swastika, y una placa de cobre que lleva el sello del «Rey del Mundo»; parece que M. Ossendowski no haya podido ver más que el primero de esos dos objetos, pero le habría sido bastante difícil imaginar la existencia del segundo: ¿no habría debido venirle naturalmente al espíritu hablar aquí de una placa de oro?
Estas pocas observaciones preliminares son suficientes para lo que nos proponemos, ya que permanecemos absolutamente ajenos a toda polémica y a toda cuestión de personas; si citamos a M. Ossendowski e incluso a Saint-Yves, es únicamente porque lo que han dicho puede servir de punto de partida a consideraciones que no tienen nada que ver con lo que se podría pensar del uno y del otro, y cuyo alcance rebasa singularmente sus individualidades, tanto como a la nuestra, que, en este dominio, no debe contar tampoco. No queremos librarnos, a propósito de sus respectivas obras, a una «crítica de textos» más o menos vana, sino aportar indicaciones que todavía no han sido dadas en ninguna parte, a nuestro conocimiento al menos, y que son susceptibles de ayudar en una cierta medida a elucidar lo que M. Ossendowski llama el «misterio de los misterios»1.




CAPÍTULO II


REALEZA Y PONTIFICADO


El título de «Rey del Mundo», tomado en su acepción más elevada, la más completa y al mismo tiempo la más rigurosa, se aplica propiamente a Manu, el Legislador primordial y universal, cuyo nombre se encuentra, bajo formas diversas, en un gran número de pueblos antiguos; a este respecto, recordaremos solo el Mina o Ménès de los egipcios, el Menw de los celtas y el Minos de los griegos1. Por lo demás, este nombre no designa de ningún modo a un personaje histórico o más o menos legendario; lo que designa en realidad, es un principio, la Inteligencia cósmica que refleja la Luz espiritual pura y formula la Ley (Dharma) propia a las condiciones de nuestro mundo o de nuestro ciclo de existencia; y es al mismo tiempo el arquetipo del hombre considerado especialmente en tanto que ser pensante (en sánscrito mânava).
Por otra parte, lo que importa esencialmente destacar aquí, es que este principio puede ser manifestado por un centro espiritual establecido en el mundo terrestre, por una organización encargada de conservar integralmente el depósito de la tradición sagrada, de origen «no-humano» (apaurushêya), por la que la Sabiduría primordial se comunica a través de las edades a aquellos que son capaces de recibirla. El jefe de una tal organización, que representa en cierto modo a Manu mismo, podrá legítimamente llevar su título y sus atributos; e incluso, por el grado de conocimiento que debe haber alcanzado para poder ejercer su función, se identifica realmente al principio del que es como la expresión humana, y ante el cual su individualidad desaparece. Tal es efectivamente el caso del Agarttha, si ese centro ha recogido, como lo indica Saint-Yves, la herencia de la antigua «dinastía solar» (Sûrya-vansha) que residía antaño en Ayodhyâ2, y que hacía remontar su origen a Vaivaswata, el Manu del ciclo actual.
Saint-Yves, como ya lo hemos dicho, no considera no obstante al jefe supremo del Agarttha como «Rey del Mundo»; le presenta como «Soberano Pontífice», y, además, le pone a la cabeza de una «Iglesia brâhmanica», designación que procede de una concepción demasiado occidentalizada1. Aparte de esta última reserva, lo que dice Saint-Yves completa, a este respecto, lo que dice por su lado M. Ossendowski; parece que cada uno de ellos no haya visto más que el aspecto que respondía más directamente a sus tendencias y a sus preocupaciones dominantes, ya que, en verdad, aquí se trata de un doble poder, a la vez sacerdotal y real. El carácter «pontifical», en el sentido verdadero de esta palabra, pertenece realmente, y por excelencia, al jefe de la jerarquía iniciática, y esto hace llamada a una explicación: literalmente, el Pontifex es un «constructor de puentes», y este título romano es en cierto modo, por su origen, un título «masónico»; pero, simbólicamente, es el que desempeña la función de mediador, estableciendo la comunicación entre este mundo y los mundos superiores2. A este título, el arcoiris, el «puente celeste», es un símbolo natural del «pontificado»; y todas las tradiciones le dan significaciones perfectamente concordantes: así, en los Hebreos, es la prenda de la alianza de Dios con su pueblo; en China, es el signo de la unión del Cielo y de la Tierra; en Grecia, representaba a Iris, la «mensajera de los Dioses»; un poco por todas partes, en los Escandinavos tanto como en los Persas y los Árabes, en Africa central y hasta en algunos pueblos de América del Norte, es el puente que liga el mundo sensible al suprasensible.


Por otra parte, la unión de los dos poderes sacerdotal y real estaba representada, en los Latinos, por un cierto aspecto del simbolismo de Janus, simbolismo extremadamente complejo y de significaciones múltiples; bajo la misma relación, las llaves de oro y plata figuraban las dos iniciaciones correspondientes3. Para emplear la terminología hindú, se trata de la vía de los Brâhmanes y la de los Kshatriyas; pero en la cima de la jerarquía, uno está en el principio común de donde los unos y los otros sacan sus atribuciones respectivas, y por consiguiente más allá de su distinción, puesto que ahí está la fuente de toda autoridad legítima, en cualquier dominio en que se ejerza; y los iniciados del Agarttha son ativarna, es decir, «más allá de las castas»1.
En la edad media había una expresión en la que los dos aspectos complementarios de la autoridad se encontraban reunidos de una manera que es muy digna de observación: en aquella época, se hablaba frecuentemente de una región misteriosa a la que se llamaba el «Reino del Prestejuan»2. Era el tiempo donde lo que se podría designar como la «cobertura exterior» del centro en cuestión se encontraba formada, en una buena parte, por los Nestorianos (o lo que se ha convenido llamar así con razón o sin ella) y los Sabeos3; y, precisamente, estos últimos se daban a sí mismos el nombre de Mendayyeh de Yahia, es decir, «discípulos de Juan». A este propósito, podemos hacer a continuación otra precisión: es al menos curioso que muchos grupos orientales de un carácter muy cerrado, desde los Ismaelitas o discípulos del «Viejo de la Montaña» hasta los Drusos del Líbano, hayan tomado uniformemente, lo mismo que las Órdenes de caballería occidentales, el título de «guardianes de la Tierra Santa». Ciertamente, la continuación hará comprender mejor sin duda lo que eso puede significar; parece que Saint-Yves haya encontrado una palabra justa, quizás más todavía de lo que él mismo pensaba, cuando habla de los «Templarios del Agarttha». Para que nadie se sorprenda de la expresión de «cobertura exterior» que acabamos de emplear, agregaremos que es menester tener cuidado con el hecho de que la iniciación caballeresca era esencialmente una iniciación de Kshatriyas; esto es lo que explica, entre otras cosas, el papel preponderante que desempeña en ella el simbolismo del Amor1.


Sea como sea en estas últimas consideraciones, la idea de un personaje que es sacerdote y rey todo junto no es muy corriente en Occidente, aunque se encuentra, en el origen mismo del Cristianismo, representada de una manera destacable por los «Reyes Magos»; incluso en la edad media, el poder supremo (según las apariencias exteriores al menos) estaba dividido entre el Papado y el Imperio2. Una tal separación puede ser considerada como la marca de una organización incompleta por arriba, si uno puede expresarse así, puesto que no se ve aparecer en ella el principio común del que proceden y dependen regularmente los dos poderes; así pues, el verdadero poder supremo debía encontrarse en otra parte. En Oriente, el mantenimiento de una tal separación en la cima misma de la jerarquía es, al contrario, bastante excepcional, y no es apenas más que en algunas concepciones búdicas donde se encuentra algo de este género; queremos hacer alusión a la incompatibilidad afirmada entre la función de Buddha y la de Chakravartî o «monarca universal»3, cuando se dice que Shâkya-Muni, en un cierto momento, tuvo que escoger entre la una y la otra.
Conviene agregar que el término Chakravartî, que no tiene nada de especialmente búdico, se aplica muy bien, según los datos de la tradición hindú, a la función del Manu o de sus representantes: literalmente, es «el que hace girar la rueda», es decir, el que, colocado en el centro de todas las cosas, dirige su movimiento sin participar él mismo en él, o que, según la expresión de Aristóteles, es su «motor inmóvil»4.


Llamamos muy particularmente la atención sobre esto: el centro de que se trata es el punto fijo que todas las tradiciones están de acuerdo en designar simbólicamente como el «Polo», puesto que es alrededor de él donde se efectúa la rotación del mundo, representado generalmente por la rueda, tanto en los Celtas como en los Caldeos y en los Hindúes5. Tal es la verdadera significación del swastika, este signo que se encuentra difundido por todas partes, desde el Extremo Oriente hasta el Extremo Occidente1, y que es esencialmente el «signo del Polo»; sin duda es aquí la primera vez, en la Europa moderna, que se hace conocer su sentido real. En efecto, los sabios contemporáneos han buscado vanamente explicar este símbolo mediante las teorías más fantasiosas; la mayoría de entre ellos, obsesionados por una suerte de idea fija, han querido ver en él, como casi por todas partes, un signo exclusivamente «solar»2, mientras que, si lo ha devenido a veces, no ha podido ser más que accidentalmente y de un manera desviada. Otros han estado más cerca de la verdad al considerar al swastika como el símbolo del movimiento; pero esta interpretación, sin ser falsa, es muy insuficiente, ya que no se trata de un movimiento cualquiera, sino de un movimiento de rotación que se cumple alrededor de un centro o de un eje inmutable; y es el punto fijo el que es, lo repetimos, el elemento esencial al que se refiere directamente el símbolo en cuestión3.
Por lo que acabamos de decir, ya se puede comprender que el «Rey del Mundo» debe tener una función esencialmente ordenadora y reguladora (y se observará que no carece de fundamento que esta última palabra tenga la misma raíz que rex y regere), función que puede resumirse en una palabra como la de «equilibrio» o de «armonía», lo que traduce precisamente en sánscrito el término Dharma4: Lo que entendemos por eso, es el reflejo, en el mundo manifestado, de la inmutabilidad del Principio supremo. Se puede comprender también, por las mismas consideraciones, por qué el «Rey del Mundo» tiene como atributos fundamentales la «Justicia» y la «Paz», que no son más que las formas revestidas más especialmente por ese equilibrio y esa armonía en el «mundo del hombre» (mânava-loka)1. Ese es también un punto de la mayor importancia; y, además de su alcance general, se lo señalamos a aquellos que se dejan llevar de ciertos temores quiméricos, de los que el libro mismo de M. Ossendowski contiene como un eco en sus últimas líneas.


CAPÍTULO III


LA «SHEKINAH» Y «METATRON»




Algunos espíritus temerosos, y cuya comprehensión se encuentra extrañamente limitada por ideas preconcebidas, se han asustado por la designación misma del «Rey del Mundo», que han relacionado inmediatamente con la de Princeps hujus mundi que se menciona en el Evangelio. No hay que decir que una tal asimilación es completamente errónea y desprovista de todo fundamento; para descartarla, podríamos limitarnos a hacer observar simplemente que este título de «Rey del Mundo», en hebreo y en árabe, se aplica corrientemente a Dios mismo1. No obstante, como eso puede dar la ocasión a algunas observaciones interesantes, consideraremos a este propósito las teorías de la Kabbala hebraica concernientes a los «intermediarios celestes», teorías que, por lo demás, tienen una relación muy directa con el tema principal del presente estudio.
Los «intermediarios celestes» de que se trata son la Shekinah y Metatron; y diremos primero que, en el sentido más general, la Shekinah es la «presencia real» de la Divinidad. Es menester notar que los pasajes de la Escritura donde se hace mención de ella muy especialmente son sobre todo aquellos donde se trata de la institución de un centro espiritual: la construcción del Tabernáculo, la edificación de los Templos de Salomón y de Zorobabel. Un tal centro, constituido en condiciones regularmente definidas, debía ser en efecto el lugar de la manifestación divina, siempre representada como «Luz»; y es curioso destacar que la expresión de «lugar muy iluminado y muy regular», que la Masonería ha conservado, parece ser efectivamente un recuerdo de la antigua ciencia sacerdotal que presidía la construcción de los templos, y que, por lo demás, no era particular a los Judíos; volveremos sobre este tema más tarde. No vamos a entrar en el desarrollo de la teoría de las «influencias espirituales» (preferimos esta expresión a la palabra "bendiciones" para traducir el hebreo berakoth, tanto más cuanto que ese es el sentido que ha guardado muy claramente en árabe la palabra barakah); pero, incluso limitándose a considerar las cosas bajo este único punto de vista, sería posible explicarse la palabra de Elías Levita, que cuenta M. Vulliaud en su obra sobre La Kabbale juive: «Los Maestros de la Kabbala tienen sobre este punto grandes secretos».


La Shekinah se presenta bajo aspectos múltiples, entre los cuales hay dos principales, uno interno y el otro externo; ahora bien, por otra parte, hay en la tradición cristiana, una frase que designa tan claramente como es posible estos dos aspectos: «Gloria in excelsis Deo, et in terra Pax hominibus bonae voluntatis». Las palabras Gloria y Pax se refieren respectivamente al aspecto interno, en relación al Principio, y al aspecto externo en relación al mundo manifestado; y, si se consideran así estas palabras, se puede comprender inmediatamente por qué son pronunciadas por los Ángeles (Malakim) para anunciar el nacimiento de «Dios con nosotros» o «en nosotros» (Emmanuel). Se podría también, para el primer aspecto, recordar las teorías de los teólogos sobre la «luz de la gloria» en y por la cual se opera la visión beatífica (in excelsis); y, en cuanto al segundo, volvemos a encontrar aquí la «Paz», a la que hacíamos alusión hace un momento, y que, en su sentido esotérico, está indicada por todas partes como uno de los atributos fundamentales de los centros espirituales establecidos en este mundo (in terra). Por lo demás, el término árabe Sakînah, que es evidentemente idéntico al hebreo Shekinah, se traduce por «Gran Paz», lo que es el exacto equivalente de la Pax Profunda de los Rosa-Cruz; y, por eso, se podría explicar sin duda lo que éstos entendían por el «Templo del Espíritu Santo», como se podrían interpretar también de una manera precisa los numerosos textos evangélicos en los que se habla de la «Paz»1, tanto más cuanto que la «tradición secreta concerniente a la Shekinah tendría alguna relación con la Luz del Mesías». ¿Es sin intención que, cuando da esta última indicación2, M. Vulliaud diga que se trata de la tradición «reservada a aquellos que prosiguen el camino que desemboca en el Pardes», es decir, como lo veremos más adelante, en el centro espiritual supremo?


Esto nos lleva todavía a otra precisión conexa: M. Vulliaud habla después de un «misterio relativo al Jubileo»3, lo que se vincula en un sentido a la idea de «Paz», y, a este propósito, cita este texto del Zohar (III, 52 b): «El río que sale del Eden lleva el nombre de Iobel», así como el texto de Jeremías (XVII, 8): «Él extenderá sus raíces hacía el río», de donde resulta que «la idea central del Jubileo es la reposición de todas las cosas en su estado primitivo». Y está claro que se trata de ese retorno al «estado primordial» que consideran todas las tradiciones, y sobre el cual hemos tenido la ocasión de insistir un poco en nuestro estudio sobre El Esoterismo de Dante; y, cuando se agrega que «el retorno de todas las cosas a su primer estado marcará la era mesiánica», aquellos que han leído este estudio podrán acordarse de lo que decíamos allí sobre las relaciones del «Paraíso terrestre» y de la «Jerusalem celeste». Por lo demás, a decir verdad, aquello de lo que se trata en todo esto, es siempre, en fases diversas de la manifestación cíclica, el Pardes, el centro de este mundo, que el simbolismo tradicional de todos los pueblos compara al corazón, centro del ser y «residencia Divina» (Brahma-pura en la doctrina hindú), así como el Tabernáculo que es su imagen y que, por esta razón, es llamado en hebreo mishkan o «habitáculo de Dios», palabra cuya raíz es la misma que la de Shekinah.
Desde otro punto de vista, la Shekinah es la síntesis de los Sephiroth; ahora bien, en el árbol sephirótico, la «columna de la derecha» es el lado de la Misericordia, y la «columna de la izquierda» es el lado del Rigor1; así pues, debemos reencontrar también estos dos aspectos en la Shekinah, y podemos precisar ya, para vincular esto a lo que precede, que, bajo una cierta relación al menos, el Rigor se identifica a la Justicia y la Misericordia a la Paz2. «Si el hombre peca y se aleja de la Shekinah, cae bajo el poder de las potencias (Sârim) que dependen del Rigor3», y entonces la Shekinah es llamada «mano de rigor», lo que recuerda inmediatamente el símbolo bien conocido de la «mano de la justicia»; pero, al contrario, «si el hombre se acerca a la Shekinah, se libera», y la Shekinah es la «la mano derecha» de Dios, es decir, que la mano de «justicia» deviene entonces la «mano que bendice»4. Éstos son los misterios de la «Casa de la Justicia» (Beith-Din), lo que es también otra designación del centro espiritual supremo5; y apenas hay necesidad de hacer observar que los dos lados que acabamos de considerar son aquellos en los que se reparten los elegidos y los condenados en las representaciones cristianas del «Juicio final». Se podría establecer igualmente una aproximación con las dos vías que los Pitagóricos figuraban por la letra Y, y que representaba bajo una forma exotérica el mito de Hércules entre la Virtud y el Vicio; con las dos puertas celeste e infernal que, en los Latinos, estaban asociadas al simbolismo de Janus; con las dos fases cíclicas ascendente y descendente1 que, en los Hindúes, se vinculan igualmente al simbolismo de Ganêsha2. En fin, es fácil comprender por todo esto lo que quieren decir verdaderamente expresiones como las de «intención recta», que volveremos a encontrar después, y de «buena voluntad» («Pax hominibus bonae voluntatis», y aquellos que tienen algún conocimiento de los diversos símbolos a los que acabamos de hacer alusión verán que no carece de fundamento que la fiesta de Navidad coincida con la época del solsticio de invierno), cuando se tiene cuidado de dejar a un lado todas las interpretaciones exteriores, filosóficas y morales, a las que han dado lugar desde los Estoicos hasta Kant.
«La Kabbala da a la Shekinah un paredro que lleva nombres idénticos a los suyos, que posee por consiguiente los mismos caracteres»3, y que tiene naturalmente tantos aspectos diferentes como la Shekinah misma; su nombre es Metatron, y este nombre es numéricamente equivalente al de Shaddaï4, el «Todopoderoso» (que se dice que es el nombre del Dios de Abraham). La etimología de la palabra Metatron es muy incierta; entre las diversas hipótesis que se han emitido sobre este tema, una de las más interesantes es la que le hace derivar del caldeo Mitra, que significa «lluvia», y que tiene también, por su raíz, una cierta relación con la «luz». Por lo demás, si ello es así, sería menester no creer que la similitud con el Mitra hindú y zoroastriano constituye una razón suficiente para admitir que haya en eso una apropiación del Judaísmo de doctrinas extranjeras, ya que no es de esa manera completamente exterior como conviene considerar las relaciones que existen entre las diferentes tradiciones; y diremos otro tanto en lo que concierne al papel atribuido a la lluvia en casi todas las tradiciones, en tanto que símbolo del descenso de las «influencias espirituales» del Cielo sobre la Tierra. A este propósito, señalamos que la doctrina hebraica habla de un «rocío de luz» que emana del «Árbol de la Vida» y por el cual debe operarse la resurrección de los muertos, así como de una «efusión del rocío» que representa la influencia celeste comunicándose a todos los mundos, lo que recuerda singularmente el simbolismo alquímico y rosacruciano.
«El término Metatron conlleva todas las acepciones de guardián, de Señor, de enviado, de mediador»; es «el autor de las teofanías en el mundo sensible»1; es «Ángel de la Faz», y también «el Príncipe del Mundo» (Sâr ha-ôlam), y se puede ver por esta última designación que no estamos alejados de ninguna manera de nuestro tema. Para emplear el simbolismo tradicional que ya hemos explicado precedentemente, diremos de buena gana que, como el jefe de la jerarquía iniciática es el «Polo terrestre», Metatron es el «Polo celeste»; y éste tiene su reflejo en aquél, con el que está en relación directa siguiendo el «Eje del Mundo». «Su nombre es Mikaël, el Sumo Sacerdote que es holocausto y oblación ante Dios. Y todo lo que hacen los Israelitas sobre la tierra se cumple según los tipos de lo que pasa en el mundo celeste. El Sumo Pontífice aquí abajo simboliza a Mikaël, príncipe de la Clemencia... En todos los pasajes en los que la Escritura habla de la aparición de Mikaël, se trata de la gloria de la Shekinah»2. Lo que se dice aquí de los Israelitas puede decirse igualmente de todos los pueblos poseedores de una tradición verdaderamente ortodoxa; así pues, con mayor razón debe decirse de los representantes de la tradición primordial de la que todas las otras derivan y a la que todas están subordinadas; y esto está en relación con el simbolismo de la «Tierra Santa», imagen del mundo celeste, al que ya hemos hecho alusión. Por otra parte, según lo que hemos dicho más atrás, Metatron no tiene solo el aspecto de la Clemencia, tiene también el de la Justicia; no es solo el «Sumo Sacerdote» (Kohen ha-gâdol), sino también el «Gran Príncipe» (Sâr ha-gadol) y el «jefe de las milicias celestes», es decir, que en él está el principio del poder real, así como el del poder sacerdotal o pontifical al que corresponde propiamente la función de «mediador». Por lo demás, es menester destacar que Melek, «rey», y Maleak, «ángel» o «enviado», no son en realidad más que dos formas de una sola y misma palabra; además, Malaki, «mi enviado» (es decir, el enviado de Dios, o «el ángel en el que está Dios», Maleak ha-Elohim), es el anagrama de Mikaël3.
Conviene agregar que, si Mikaël se identifica a Metatron como acabamos de verlo, no obstante no representa más que uno de sus aspectos; al lado de la faz luminosa, hay una faz obscura, y ésta es representada por Samaël, que es igualmente llamado Sâr haôlam; volvemos aquí al punto de partida de estas consideraciones. En efecto, es este último aspecto, y solo éste, el que es «el genio de este mundo» en un sentido inferior, el Princeps hujus mundi de que habla el Evangelio; y sus relaciones con Metatron, de quien es como la sombra, justifican el empleo de una misma designación en un doble sentido, al mismo tiempo que hacen comprender por qué el número apocalíptico 666, el «número de la Bestia», es también un número solar1. Por lo demás, según San Hipólito2, «el Mesías y el Anticristo tienen los dos como emblema el León», que es también un símbolo solar; y podría hacerse la misma precisión para la serpiente3 y para muchos otros símbolos. Desde el punto de vista kabbalístico, es también de las dos caras opuestas de Metatron de lo que se trata aquí; no vamos a extendernos sobre las teorías que, de una manera general, se podrían formular sobre este doble sentido de los símbolos, y solo diremos que la confusión entre el aspecto luminoso y el aspecto tenebroso, constituye propiamente el «satanismo»; y es precisamente esta confusión la que cometen, involuntariamente sin duda y por simple ignorancia (lo que es una excusa, pero no una justificación), aquellos que creen descubrir una significación infernal en la designación del «Rey del Mundo»4.


CAPÍTULO IV


LAS TRES FUNCIONES SUPREMAS




Según Saint-Yves, el jefe supremo del Agarttha lleva el título de Brahâtmâ (sería más correcto escribir Brahmâtmâ) «soporte de las almas en el Espíritu de Dios»; sus dos asesores son el Mahâtmâ, «que representa al Alma universal», y el Mahânga «símbolo de toda la organización material del Cosmos»1: es la división jerárquica que las doctrinas occidentales representan por el ternario «espíritu, alma, cuerpo», y que se aplica aquí según la analogía constitutiva del Macrocosmo y del Microcosmo. Importa precisar que estos términos, en sánscrito, designan propiamente principios, y que no pueden ser aplicados a seres humanos sino en tanto que éstos representan esos mismos principios, de suerte que, incluso en ese caso, están vinculados esencialmente a funciones, y no a individualidades. Según M. Ossendowski, el Mahâtmâ «conoce los acontecimientos del porvenir», y el Mahânga, «dirige las causas de esos acontecimientos»; en cuanto al Brahmâtmâ, puede «hablar a Dios cara a cara»2, y es fácil comprender lo que eso quiere decir, si se recuerda que ocupa el punto central donde se establece la comunicación directa del mundo terrestre con los estados superiores y, a través de éstos, con el Principio supremo3. Por lo demás, la expresión de «Rey del Mundo», si se quisiera entenderla en un sentido restringido, y únicamente en relación al mundo terrestre, sería muy inadecuada; sería más exacto, bajo algunos aspectos, aplicar al Brahmâtmâ la de «Señor de los tres mundos»4, ya que, en toda jerarquía verdadera, el que posee el grado superior posee al mismo tiempo y por eso mismo todos los grados subordinados, y estos «tres mundos» (que constituyen el Tribhuvana de la tradición hindú) son, como lo explicaremos un poco más adelante, los dominios que corresponden respectivamente a las tres funciones que enumerábamos hace un momento.
«Cuando sale del templo, dice M. Ossendowski, el Rey del Mundo irradia Luz divina». La Biblia hebraica dice exactamente lo mismo de Moisés cuando descendía del Sinaí1, y hay que precisar, al respecto de esta aproximación, que la tradición islámica considera a Moisés como habiendo sido el «Polo» (El-Qutb) de su época; ¿no sería por esta razón, por lo demás, por lo que la Kabbala dice que Moisés fue instituido por Metatron mismo? Todavía convendría distinguir aquí entre el centro espiritual principal de nuestro mundo y los centros secundarios que pueden estarle subordinados, y que le representan solo en relación a tradiciones particulares, adaptadas más especialmente a pueblos determinados. Sin extendernos sobre este punto, haremos observar no obstante que la función de «legislador» (en árabe rasûl), que es la de Moisés, supone necesariamente una delegación del poder que designa el nombre de Manu; y, por otra parte, una de las significaciones contenidas en este nombre de Manu indica precisamente la reflexión de la Luz divina.
«El Rey del Mundo, dijo un lama a M. Ossendowski, está en relación con los pensamientos de todos aquellos que dirigen el destino de la humanidad... Conoce sus intenciones y sus ideas. Si complacen a Dios, el Rey del Mundo les favorecerá con su ayuda invisible; si desagradan a Dios, el Rey provocará su fracaso. Este poder se ha dado a Agharti por la ciencia misteriosa de Om, palabra por la que comenzamos todas nuestras plegarias». Inmediatamente después viene esta frase, que, para todos aquellos que tienen solo una vaga idea de la significación del monosílabo sagrado Om, debe ser una causa de estupefacción: «Om es el nombre de un antiguo santo, el primero de los Goros (M. Ossendowski escribe goro por guru), que vivió hace trescientos mil años». En efecto, esta frase es absolutamente ininteligible si no se piensa en esto: la época de que se trata, y que, por lo demás, no nos parece indicada más que de una manera muy vaga, es muy anterior a la era del presente Manu; por otra parte, el Adi-Manu o primer Manu de nuestro kalpa (puesto que Vaivaswata es el séptimo) es llamado Swâyambhuva, es decir, salido de Swayambhû, «El que subsiste por sí mismo», o el Logos eterno; ahora bien, el Logos, o aquél que le representa directamente, puede ser designado verdaderamente como el primero de los Gurus o «Maestros espirituales»; y, efectivamente, Om es en realidad un nombre del Logos2.
Por otra parte, la palabra Om da inmediatamente la clave de la repartición jerárquica de las funciones entre el Brahmâtmâ y sus dos asesores, tal como ya lo hemos indicado. En efecto, según la tradición hindú, los tres elementos de este monosílabo sagrado simbolizan respectivamente los «tres mundos» a los que hacíamos alusión hace un momento, los tres términos del Tribhuvana: la Tierra (Bhû), la Atmósfera (Bhuvas) y el Cielo (Swar), es decir, en otros términos, el mundo de la manifestación corporal, el mundo de la manifestación sutil o psíquica, y el mundo en modo principial no manifestado1. Estos son, yendo de abajo a arriba, los dominios propios del Mahânga, del Mahâtmâ y del Brahmâtmâ, como se puede ver fácilmente remitiéndose a la interpretación de sus títulos que ha sido dada más atrás; y son las relaciones de subordinación que existen entre estos diferentes dominios las que justifican, para el Brahmâtmâ, la denominación de «Señor de los tres mundos» que hemos empleado precedentemente2: «Éste es el Señor de todas las cosas, el omnisciente (que ve en modo inmediato todos los efectos en su causa), el ordenador interno (que reside en el centro del mundo y le rige desde dentro, dirigiendo su movimiento sin participar en él), la fuente (de todo poder legítimo), el origen y el fin de todos los seres (de la manifestación cíclica cuya Ley representa)»3. Para servirnos también de otro simbolismo, no menos rigurosamente exacto, diremos que el Mahânga representa la base del triángulo iniciático, y el Brahmâtmâ su cima; entre los dos, el Mahâtmâ encarna en cierto modo un principio mediador (la vitalidad cósmica, el Anima Mundi de los hermetistas), cuya actuación se despliega en el «espacio intermediario»; y todo esto es figurado muy claramente por los caracteres correspondientes del alfabeto sagrado que Saint-Yves denomina vattan y M. Ossendowski vatannan, o, lo que equivale a lo mismo, por las formas geométricas (línea recta, espiral y punto) a las cuales se reducen esencialmente los tres mâtrâs o elementos constitutivos del monosílabo Om.
Expliquémonos más claramente todavía: al Brahâtmâ pertenece la plenitud de los dos poderes sacerdotal y real, considerados principialmente y en cierto modo en el estado indiferenciado; estos dos poderes se distinguen después para manifestarse, y el Mahâtma representa más especialmente el poder sacerdotal, mientras que el Mahânga representa el poder real. Esta distinción corresponde a la de los Brâhmanes y de los Kshatriyas; pero, por lo demás, al estar «más allá de las castas», el Mahâtmâ y el Mahânga tienen en sí mismos, tanto como el Brahmâtmâ, un carácter a la vez sacerdotal y real. A este propósito, precisaremos también un punto que parece no haber sido explicado nunca de una manera satisfactoria, y que, no obstante, es muy importante: hemos hecho alusión precedentemente a los «Reyes Magos» del Evangelio, como uniendo en ellos los dos poderes; diremos pues ahora que estos personajes misteriosos no representan en realidad nada más que los tres jefes del Agarttha1. El Mahânga ofrece a Cristo el oro y le saluda como «Rey»; el Mahâtma le ofrece el incienso y le saluda como «Sacerdote»; y finalmente, el Brahmâtmâ le ofrece la mirra (el bálsamo de incorruptibilidad, imagen del Amritâ)2 y le saluda como «Profeta» o Maestro espiritual por excelencia. El homenaje rendido así a Cristo naciente, en los tres mundos que son sus dominios respectivos, por los representantes auténticos de la tradición primordial, es al mismo tiempo, obsérvese bien, la prenda de la perfecta ortodoxia del Cristianismo al respecto de ésta.
Naturalmente, M. Ossendowski no podía contemplar consideraciones de este orden; pero si hubiera comprendido algunas cosas más profundamente de lo que las ha comprendido, habría podido observar al menos la rigurosa analogía que existe entre el ternario supremo del Agarttha y el del Lamaísmo tal como lo indica: el Dalaï-Lama, «que realiza la santidad (o la pura espiritualidad) de Buddha», el Tashi-Lama, «que realiza su ciencia» (no «mágica» como el autor parece creerlo, sino más bien «teúrgica»), y el Bogdo-Khan, «que representa su fuerza material y guerrera»; es exactamente la misma repartición según los «tres mundos». Y habría podido incluso hacer esta observación tanto más fácilmente cuanto que él mismo había indicado que «la capital de Agharti recuerda a Lhassa donde el palacio del Dalaï-Lama, el Potala, se encuentra en la cima de una montaña recubierta de templos y de monasterios»; por lo demás, esta manera de expresar las cosas es errónea puesto que invierte las relaciones, ya que, en realidad, es de la imagen de la que se puede decir que recuerda al prototipo, y no lo contrario. Ahora bien, el centro del Lamaísmo no puede ser más que una imagen del verdadero «Centro del Mundo»; pero todos los centros de este género presentan, en cuanto a los lugares donde están establecidos, ciertas particularidades topográficas comunes, ya que estas particularidades, muy lejos de ser indiferentes, tienen un valor simbólico incontestable y, además, deben estar en relación con las leyes según las cuales actúan las «influencias espirituales»; esa es una cuestión que depende propiamente de la ciencia tradicional a la que se puede dar el nombre de «geografía sagrada».


Hay todavía otra concordancia no menos destacable: Saint-Yves, al describir los diversos grados o círculos de la jerarquía iniciática, que están en relación con algunos números simbólicos, que se refieren concretamente a las divisiones del tiempo, termina diciendo que «el círculo más elevado y más cercano al centro misterioso se compone de doce miembros, que representan la iniciación suprema y que corresponden, entre otras cosas, a la «zona zodiacal». Ahora bien, esta constitución se encuentra reproducida en lo que se llama el «consejo circular» del Dalaï-Lama, formado de los doce grandes Namshans (o Nomekhans); y se la encuentra también, por lo demás, hasta en algunas tradiciones occidentales, concretamente en las que conciernen a los «Caballeros de la Tabla Redonda». Agregaremos también que los doce miembros del círculo interior del Agarttha, desde el punto de vista del orden cósmico, no representan simplemente a los doce signos del Zodiaco, sino también (y estamos tentados a decir «más bien», aunque las dos interpretaciones no se excluyen) a los doce Adityas, que son otras tantas formas del sol, en relación con esos mismos signos zodiacales1: Y naturalmente, lo mismo que Manu Vaivaswata es llamado «hijo del Sol», el «Rey del Mundo» tiene también el Sol entre sus emblemas2.


La primera conclusión que se desprende de todo esto, es que hay verdaderamente lazos bien estrechos entre las descripciones que, en todos los países, se refieren a centros espirituales más o menos ocultos, o al menos difícilmente accesibles. La única explicación plausible que pueda darse de ello, es que, si esas descripciones se refieren a centros diferentes, como así parece en algunos casos, estos centros no son por así decir más que emanaciones de un centro único y supremo, lo mismo que todas las tradiciones particulares no son en suma sino adaptaciones de la gran tradición primordial.




CAPÍTULO V


EL SIMBOLISMO DEL GRIAL




Hacíamos alusión hace un momento a los «Caballeros de la Tabla Redonda»; no estará fuera de propósito indicar aquí lo que significa la «gesta del Grial», que, en las leyendas de origen céltico se presenta como su función principal. En todas las tradiciones, se hace alusión a algo que, a partir de una cierta época, se habría perdido o estaría oculto: es, por ejemplo, el Soma de los Hindúes o el Haoma de los Persas, el «brebaje de la inmortalidad», que, precisamente, tiene una relación muy directa con el «Grial», puesto que éste es, se dice, el vaso sagrado que contuvo la sangre de Cristo, la cual es también el «brebaje de la inmortalidad». Por lo demás, el simbolismo es diferente: así, entre los Judíos, lo que se ha perdido, es la pronunciación del gran Nombre divino1; pero la idea fundamental es siempre la misma, y veremos más adelante a qué corresponde exactamente.


El Santo Grial es, se dice, la copa que sirvió en la Cena, y donde José De Arimatea recogió después la sangre y el agua que se escapaban de la herida abierta en el costado de Cristo por la lanza del centurión Longino2. Según la leyenda, esta copa habría sido transportada a Gran Bretaña por José de Arimatea mismo y Nicodemo3; y es menester ver en eso la indicación de un lazo establecido entre la tradición céltica y el Cristianismo. La copa, en efecto, desempeña un papel muy importante en la mayoría de las tradiciones antiguas, y sin duda ello era así concretamente en los Celtas; hay que destacar incluso que frecuentemente está asociada a la lanza, y que estos dos símbolos son entonces en cierto modo complementarios el uno del otro; pero esto nos alejaría de nuestro tema1.


Lo que muestra quizás más claramente la significación esencial del «Grial», es lo que se dice de su origen: esta copa habría sido tallada por los Ángeles en una esmeralda caída de la frente de Lucifer en el momento de su caída2. Esta esmeralda recuerda de una manera muy llamativa a la urnâ, la perla frontal que, en el simbolismo hindú (de donde ha pasado al Budismo), ocupa frecuentemente el lugar del tercer ojo de Shiva, que representa lo que se puede llamar el «sentido de la eternidad», así como ya lo hemos explicado en otra parte3. Por lo demás, se dice después que el «Grial» fue confiado a Adam en el paraíso terrestre, pero que, en su caída, Adam le perdió a su vez, ya que no pudo llevarle con él cuando fue arrojado del Edén; y, con la significación que acabamos de indicar, eso deviene suficientemente claro. En efecto, el hombre, apartado de su centro original, se encontraba desde entonces encerrado en la esfera temporal; ya no podía encontrar el punto único desde donde todas las cosas se contemplan bajo el aspecto de la eternidad. En otros términos, la posesión del «sentido de la eternidad» está ligada a lo que todas las tradiciones llaman, como lo hemos recordado más atrás, el «estado primordial», cuya restauración constituye la primera etapa de la verdadera iniciación, puesto que es la condición previa de la conquista efectiva de los estados «suprahumanos»4. Por lo demás, el Paraíso terrestre representa propiamente el «Centro del Mundo»; y lo que diremos a continuación, sobre el sentido original de la palabra Paraíso, podrá hacerlo comprender mejor todavía.


Lo que sigue puede parecer más enigmático: Seth obtuvo entrar en el Paraíso terrestre y pudo así recobrar el precioso vaso; ahora bien, el nombre de Seth expresa las ideas de fundamento y de estabilidad, y, por consiguiente, indica en cierto modo la restauración del orden primordial destruido por la caída del hombre5. Así pues, se debe comprender que Seth y aquellos que después de él poseyeron el Grial pudieron por eso mismo establecer un centro espiritual destinado a reemplazar el Paraíso perdido, y que era como una imagen de éste; y entonces, esta posesión del Grial representa la conservación integral de la tradición primordial en un tal centro espiritual. Por lo demás, la leyenda no dice dónde ni por quién fue conservado el Grial hasta la época de Cristo; pero el origen céltico que se le reconoce debe dar a entender sin duda que los Druidas tuvieron una parte en ello y que deben ser contados entre los conservadores regulares de la tradición primordial.


La pérdida del Grial, o de alguno de sus equivalentes simbólicos, es en suma la pérdida de la tradición con todo lo que ésta conlleva; por lo demás, a decir verdad, esta tradición es más bien ocultada que perdida, o al menos no puede estar perdida más que para algunos centros secundarios, cuando éstos cesan de estar en relación directa con el centro supremo. En cuanto a este último, guarda siempre intacto el depósito de la tradición, y no es afectado por los cambios que sobrevienen en el mundo exterior; tanto es así que, según diversos Padres de la Iglesia, y concretamente San Agustín, el diluvio no ha podido alcanzar el Paraíso terrestre, que es «La habitación de Henoch y la Tierra de los Santos»1, y cuya cima «toca la esfera lunar», es decir, se encuentra más allá del dominio del cambio (identificado al «mundo sublunar»), en el punto de comunicación de la Tierra y de los Cielos2. Pero, del mismo modo que el Paraíso terrestre ha devenido inaccesible, el centro supremo, que es en el fondo la misma cosa, puede, en el curso de un cierto periodo, no estar manifestado exteriormente, y entonces se puede decir que la tradición está perdida para el conjunto de la humanidad, ya que no es conservada más que en algunos centros rigurosamente cerrados, y la masa de los hombres no participa ya en ella de una manera consciente y efectiva, contrariamente a lo que había tenido lugar en el estado original3; tal es precisamente la condición de la época actual, cuyo comienzo, por lo demás, se remonta mucho más allá de lo que es accesible a la historia ordinaria y «profana». Así pues, la pérdida de la tradición, según los casos, puede ser entendida en este sentido general, o bien puede referirse al oscurecimiento del centro espiritual que regía más o menos invisiblemente los destinos de un pueblo particular o de una civilización determinada; es menester pues, cada vez que se encuentra un simbolismo que se refiere a su pérdida, examinar si debe ser interpretado en uno u otro sentido.


Según lo que acabamos de decir, el Grial representa al mismo tiempo dos cosas que son estrechamente solidarias la una de la otra: aquel que posee integralmente la «tradición primordial», que ha llegado al grado de conocimiento efectivo que implica esencialmente esta posesión, está en efecto, por eso mismo, reintegrado en la plenitud del «estado primordial». A estas dos cosas, «estado primordial» y «tradición primordial», se refiere el doble sentido que es inherente a la palabra Grial misma, ya que, por una de esas asimilaciones verbales que desempeñan frecuentemente en el simbolismo un papel no desdeñable, y que tienen por lo demás razones mucho más profundas que las que se imaginarían a primera vista, el Grial es a la vez un vaso (grasale) y un libro (gradale o graduale); y este último aspecto designa manifiestamente a la tradición, mientras que el otro concierne más directamente al estado mismo1.


No tenemos la intención de entrar aquí en los detalles secundarios de la leyenda del Santo Grial, aunque todos tengan también un valor simbólico, ni de seguir la historia de los Caballeros de la «Tabla Redonda»y de sus hazañas; mencionaremos solo que la «Tabla Redonda», construida por el rey Arturo2 en base a los planos de Merlín, estaba destinada a recibir el Grial cuando alguno de sus caballeros hubiera llegado a conquistarle y le hubiera llevado de Gran Bretaña a Armorica. Esta tabla es también un símbolo verdaderamente muy antiguo, uno de aquellos que fueron siempre asociados a la idea de los centros espirituales, conservadores de la tradición; por lo demás, la forma circular de la tabla está ligada formalmente al ciclo zodiacal por la presencia alrededor de ella de doce personajes principales3, particularidad que, como lo decíamos precedentemente, se encuentra en la constitución de todos los centros de que se trata.


Hay también un símbolo que se vincula a otro aspecto de la leyenda del Grial, y que merece una atención especial: es el de Montsalvat (literalmente «Monte de la Salvación»), el pico situado «en los bordes lejanos al que ningún mortal se acerca», representado como erigiéndose en el medio del mar, en una región inaccesible, y detrás del cual se eleva el Sol. Es a la vez la «isla sagrada» y la «montaña polar», dos símbolos equivalentes de los que tendremos que hablar todavía en la continuación de este estudio; es la «Tierra de la inmortalidad», que se identifica naturalmente al Paraíso terrestre1.


Para volver al Grial mismo, es fácil darse cuenta de que su significación primera es en el fondo la misma que la que tiene generalmente el vaso sagrado por todas partes donde se encuentra, y que tiene concretamente, en Oriente, la copa sacrificial que contiene originariamente, como ya lo hemos indicado más atrás, el Soma védico o el Haoma mazdeísta, es decir, el «brebaje de la inmortalidad» que confiere o restituye, a aquellos que lo reciben con las disposiciones requeridas, el «sentido de la eternidad». No podríamos, sin salirnos de nuestro tema, extendernos más sobre el simbolismo de la copa y de lo que contiene; para desarrollarlo convenientemente, sería menester consagrarle todo un estudio especial; pero la observación que acabamos de hacer nos va a conducir a otras consideraciones que son de la mayor importancia para lo que nos proponemos al presente.




CAPÍTULO VI


«MELKI-TSEDEQ»




Se dice en las tradiciones orientales que el Soma, en una cierta época, devino desconocido, de suerte que fue menester, en los ritos sacrificiales, sustituirle por otro brebaje, que no era ya más que una figura de este Soma primitivo1; este papel fue desempeñado principalmente por el vino, y es a lo que se refiere, en los Griegos, una gran parte de la leyenda de Dionysos2. Ahora bien, el vino se toma frecuentemente para representar la verdadera tradición iniciática: en hebreo, las palabras iaïn «vino», y sod «misterio», se sustituyen la una a la otra porque tienen el mismo número3; en los Sûfis, el vino simboliza el conocimiento esotérico, es decir, la doctrina reservada a la élite y que no conviene a todos los hombres, lo mismo que todos no pueden beber el vino impunemente. De eso resulta que el empleo del vino en un rito confiere a éste un carácter claramente iniciático; tal es concretamente el caso del sacrificio «eucarístico» de Melquisedek4, y ese es el punto esencial sobre el que debemos detenernos ahora.


El nombre de Melquisedek, o más exactamente Melki-Tsedeq, no es otra cosa, en efecto, que el nombre bajo el cual la función misma del «Rey del Mundo» se encuentra expresamente designada en la tradición judeocristiana. Hemos vacilado un poco a la hora de enunciar este hecho, que conlleva la explicación de uno de los pasajes más enigmáticos de la Biblia hebraica, pero, desde que estabamos decididos a tratar esta cuestión del «Rey del Mundo», verdaderamente no nos era posible pasarla bajo silencio. Podríamos retomar aquí las palabras pronunciadas por San Pablo a este propósito: «Sobre este punto, tenemos muchas cosas que decir, y cosas difíciles de explicar, porque habéis devenido lentos en comprender»1.


He aquí primero el texto mismo del pasaje bíblico del que se trata: «Y Melki-Tsedeq, rey de Salem, hizo traer pan y vino; y era sacerdote del Dios Altísimo (El Élion). Y bendijo a Abram2, diciendo: Bendito sea Abram del Dios Altísimo, poseedor de los Cielos y de la Tierra; y bendito sea el Dios Altísimo, que ha puesto a tus enemigos entre tus manos. Y Abram le dio el diezmo de todo lo que había tomado»3.


Melki-Tsedeq es pues rey y sacerdote todo junto; su nombre significa «rey de Justicia», y es al mismo tiempo rey de Salem, es decir, de la «Paz»; así pues, aquí volvemos a encontrar, ante todo, la «Justicia» y la «Paz», es decir, precisamente los dos atributos fundamentales del «Rey del Mundo». Es menester precisar que la palabra Salem, contrariamente a la opinión común, jamás ha designado en realidad una ciudad, sino que, si se la toma como el nombre simbólico de la residencia de Melki-Tsedeq, puede ser considerada como un equivalente del término Agarttha. En todo caso, es un error ver ahí el nombre primitivo de Jerusalem, ya que ese nombre era Jébus; al contrario, si se dio el nombre de Jerusalem a esta ciudad cuando los hebreos establecieron en ella un centro espiritual, es para indicar que desde entonces era como una imagen visible de la verdadera Salem; y hay que observar que el Templo fue edificado por Salomón, cuyo nombre (Shlomoh), derivado también de Salem, significa el «Pacífico»4.


He aquí ahora en qué términos comenta San Pablo lo que se dice de Melki-Tsedeq: «Este Melquisedek, rey de Salem, sacerdote del Dios Altísimo, que fue al encuentro de Abraham cuando volvía de la derrota de los reyes, que le bendijo, y a quien Abraham dio el diezmo de todo el botín; que, según la significación de su nombre, es primero rey de Justicia, y después rey de Salem, es decir, rey de Paz; que es sin padre, sin madre, sin genealogía, que no tiene ni comienzo ni fin de su vida, sino que es hecho así semejante al Hijo de Dios; este Melquisedek permanece sacerdote a perpetuidad»1.


Ahora bien, Melki-Tsedeq es presentado como superior a Abraham, puesto que le bendice, y, «sin duda, es el inferior el que es bendecido por el superior»2; y, por su lado, Abraham reconoce esta superioridad puesto que le da el diezmo, lo que es la marca de su dependencia. Hay en eso una verdadera «investidura», casi en el sentido feudal de esta palabra, pero con la diferencia de que se trata de una investidura espiritual; y podemos agregar que ahí se encuentra el punto de unión de la tradición hebraica con la gran tradición primordial. La «bendición» de que se habla es propiamente la comunicación de una «influencia espiritual», en la que Abraham va a participar en adelante; y se puede precisar que la fórmula empleada pone a Abraham en relación directa con el «Dios Altísimo», que este mismo Abraham invoca después identificándole con Jehovah3. Si Melki-Tsedeq es así superior a Abraham, es porque el «Altísimo» (Élion), que es el Dios de Melki-Tsedeq, es él mismo superior al «Todopoderoso» (Shaddaï), que es el Dios de Abraham, o, en otros términos, que el primero de estos dos nombres representa un aspecto Divino más elevado que el segundo. Por otra parte, lo que es extremadamente importante, y lo que parece no haber sido señalado nunca, es que El Élion es el equivalente de Emmanuel, puesto que estos dos nombres tienen exactamente el mismo número4; y esto vincula directamente la historia de Melki-Tsedeq a la de los «Reyes Magos», cuya significación hemos explicado precedentemente. Además, todavía se puede ver en esto lo siguiente: el sacerdocio de Melki-Tsedeq es el sacerdocio de El Élion: el sacerdocio cristiano es el de Emmanuel; así pues, si El Élion es Emmanuel, estos dos sacerdocios no son más que uno, y el sacerdocio cristiano, que conlleva esencialmente la ofrenda eucarística del pan y del vino, es verdaderamente «según el orden de Melquisedek»5.


La tradición judeocristiana distingue dos sacerdocios, uno «según el orden de Aaron», el otro «según el orden de Melquisedek»; y este último es superior al primero, como Melquisedek mismo es superior a Abraham, del cual ha salido la tribu de Leví y, por consiguiente, la familia de Aarón6. Esta superioridad es afirmada claramente por San Pablo, que dice: «Leví mismo, que percibe el diezmo (sobre el pueblo de Israel), le ha pagado, por así decir, por Abraham»1. No vamos a extendernos más aquí sobre la significación de estos dos sacerdocios; pero citaremos todavía esta otra palabra de San Pablo: «Aquí (en el sacerdocio Levítico), son hombres mortales quienes perciben los diezmos; pero allí, es un hombre del que se afirma que está vivo»2. Ese «hombre vivo» que es Melki-Tsedeq, es Manu que permanece en efecto «perpetuamente» (en hebreo le-ôlam), es decir, para toda la duración de su ciclo (Manvantara) o del mundo que rige especialmente. Por eso es por lo que él es «sin genealogía», ya que su origen es «no-humano», puesto que él mismo es el prototipo del hombre; y es realmente «hecho semejante al Hijo de Dios», puesto que, por la Ley que formula, él es, para este mundo, la expresión verdadera del Verbo divino3.


Hay que hacer todavía otras precisiones, y primero ésta: en la historia de los «Reyes Magos», vemos a tres personajes distintos, que son los tres jefes de la jerarquía iniciática; en la historia de Melki-Tsedeq, no vemos más que uno solo, pero que puede unir en él aspectos que corresponden a las tres funciones. Es así como algunos han distinguido Adoni-Tsedeq, el «Señor de Justicia», que se desdobla en cierto modo en Kohen-Tsedeq, el «Sacerdote de Justicia», y Melki-Tsedeq, el «Rey de Justicia»; en efecto, estos tres aspectos pueden ser considerados como refiriéndose respectivamente a las funciones del Brahmâtmâ, del Mahâtmâ y del Mahânga4. Aunque Melki-Tsedeq no sea entonces propiamente más que el nombre del tercer aspecto, se aplica ordinariamente por extensión al conjunto de los tres, y, si se emplea así preferentemente a los otros, es porque la función que expresa es la más próxima del mundo exterior, y por consiguiente la que es manifestada más inmediatamente. Por lo demás, se puede destacar que la expresión de «Rey del Mundo», tanto como la expresión de «Rey de Justicia», no hace alusión directamente más que al poder real; y, por otra parte, se encuentra también en la India la expresión de Dharma-Râja, que es literalmente equivalente a la de Melki-Tsedeq1.


Si ahora tomamos el nombre de Melki-Tsedeq en su sentido más estricto, los atributos propios del «Rey de Justicia» son la balanza y la espada; y estos atributos son también los de Mikaël, considerado como el «Angel del Juicio»2. Estos dos emblemas representan respectivamente, en el orden social, las dos funciones administrativa y militar, que pertenecen en propiedad a los Kshatriyas, y que son los dos elementos constitutivos del poder real. Son también, jeroglíficamente, los dos caracteres que forman la raíz hebraica y árabe Haq, que significa a la vez «Justicia» y «Verdad»3, y que, en diversos pueblos antiguos, ha servido precisamente para designar a la realeza4. Haq es el poder que hace reinar la Justicia, es decir, el equilibrio simbolizado por la balanza, mientras que el poder mismo es simbolizado por la espada5, y es claramente esto lo que caracteriza al papel esencial del poder real; y, por otra parte, es también, en el orden espiritual, la fuerza de la Verdad. Por lo demás, es menester agregar que existe también una forma suavizada de esta raíz Haq, obtenida por la sustitución del signo de la fuerza material por el de la fuerza espiritual; y esta forma Hak designa propiamente la «Sabiduría» (en hebreo Hokmah), de suerte que conviene más especialmente a la autoridad sacerdotal, como la otra convenía al poder real. Esto es confirmado todavía por el hecho de que las dos formas correspondientes se encuentran, con sentidos similares, para la raíz kan, que, en lenguas muy diversas significa «poder» o «potestad», y también «conocimiento»6: Kan es sobre todo el poder espiritual o intelectual, idéntico a la Sabiduría (de donde Kohen, «sacerdote» en hebreo), y qan es el poder material (de donde diferentes palabras que expresan la idea de «posesión», y concretamente el nombre de Qaïn)1. Estas raíces y sus derivados podrían dar lugar sin duda todavía a muchas otras consideraciones; pero debemos limitarnos a lo que se refiere más directamente al tema del presente estudio.


Para completar lo que precede, volveremos a lo que la Kabbala hebraica dice de la Shekinah: ésta está representada en el «mundo inferior por la última de las diez Sephiroth, que es llamada Malkuth, es decir, el «Reino», designación que es bastante digna de precisión desde el punto de vista donde nos colocamos aquí; pero lo que lo es más todavía, es que, entre los sinónimos que se dan a veces a Malkuth, se reencuentra Tsedeq, el «Justo»2. Esta aproximación de Malkuth y de Tsedeq, o de la Realeza (el gobierno del Mundo) y de la Justicia, se encuentra precisamente en el nombre de Melki-Tsedeq. Se trata aquí de la Justicia distributiva y propiamente equilibrante, en la «columna del medio» del árbol sephirótico; es menester distinguirla de la Justicia opuesta a la Misericordia e identificada al Rigor, en la «columna izquierda», ya que son dos aspectos diferentes (y por lo demás, en hebreo, hay dos palabras para designarlas: la primera es Tsedaqah, y la segunda es Din). Es el primero de estos aspectos el que es la Justicia en el sentido más estricto y más completo a la vez, que implica esencialmente la idea de equilibrio o de armonía, y que está ligada indisolublemente a la Paz.


Malkuth es «el depósito donde se reúnen las aguas que vienen del río de arriba, es decir, todas las emanaciones (gracias o influencias espirituales) que ella difunde en abundancia»3. Este «río de arriba» y las aguas que descienden de él recuerdan extrañamente al papel atribuido al río celeste Gangâ en la tradición hindú: y se podría hacer observar también que la Shakti, de la que Gangâ es un aspecto, no deja de presentar algunas analogías con la Shekinah, aunque no fuera más que en razón de la función «providencial» que les es común. El depósito de las aguas celestes es naturalmente idéntico al centro espiritual de nuestro mundo: desde allí parten los cuatro ríos del Pardes, que se dirigen hacía los cuatro puntos cardinales. Para los Judíos, este centro espiritual se identifica a la colina de Sión, a la que aplican la denominación de «Corazón del Mundo», por lo demás común a todas las «Tierras Santas», y que, para ellos, deviene así en cierto modo el equivalente del Mêru de los hindúes o del Alborj de los persas1. «El Tabernáculo de la Santidad de Jehovah, la residencia de la Shekinah, es el Santo de los Santos que es el corazón del Templo, que es, él mismo, el centro de Sión (Jerusalem), como la santa Sión es el centro de la Tierra de Israel, como la Tierra de Israel es el centro del mundo»2. Se puede incluso llevar las cosas todavía más lejos: no solo todo lo que se enumera aquí, tomándolo en el orden inverso, sino también, después del Tabernáculo en el Templo, el Arca de la Alianza en el Tabernáculo, y, sobre el Arca de la Alianza misma, el lugar de manifestación de la Shekinah (entre los dos Kerubim), representan como otras tantas aproximaciones sucesivas del «Polo espiritual».


Es también de esta manera como Dante presenta precisamente a Jerusalem como «Polo espiritual», así como hemos tenido la ocasión de explicarlo en otra parte3; pero ésta, desde que se sale del punto de vista propiamente judaico, deviene sobre todo simbólica y no constituye ya una localización en el sentido estricto de esta palabra. Todos los centros espirituales secundarios, constituidos en vista de las adaptaciones de la tradición primordial a condiciones determinadas, son, como ya lo hemos mostrado, imágenes del centro supremo; Sión puede no ser en realidad más que uno de estos centros secundarios, y no obstante identificarse simbólicamente al centro supremo en virtud de esta similitud. Jerusalem es efectivamente, como lo indica su nombre, una imagen de la verdadera Salem; lo que hemos dicho y lo que diremos todavía de la «Tierra Santa», que no es solo la Tierra de Israel, permitirá comprenderlo sin dificultad.


A este propósito, otra expresión muy destacable como sinónima de «Tierra Santa», es la de «Tierra de los Vivos»; designa manifiestamente la «morada de la inmortalidad», de suerte que, en su sentido propio y riguroso, se aplica al Paraíso terrestre o a sus equivalentes simbólicos; pero esta denominación ha sido transportada también a las «Tierras Santas» secundarias, y concretamente a la Tierra de Israel. Se dice que la «Tierra de los Vivos comprende siete tierras», y M. Vulliaud anota a este respecto que «esta tierra es Canaan en la cual había siete pueblos»4. Sin duda, eso es exacto en el sentido literal; pero, simbólicamente, estas siete tierras, como aquellas de las que se habla en la tradición islámica, podrían corresponder muy bien a los siete dwîpas que, según la tradición hindú, tienen el Mêru como centro común, y sobre los cuales volveremos más adelante. De igual modo, cuando los mundos antiguos, o las creaciones anteriores a la nuestra, son figuradas por los «siete reyes de Edom» (y aquí el número septenario se encuentra en relación con los siete «días» del Génesis), en eso hay una semejanza, demasiado sorprendente para no ser más que accidental, con las eras de los siete Manus contados desde el comienzo del Kalpa hasta la época actual1.


CAPÍTULO VII


«LUZ» O LA MORADA DE LA INMORTALIDAD




Las tradiciones relativas al «mundo subterráneo» se encuentran en un gran número de pueblos; no tenemos la intención de juntarlas todas aquí, tanto más cuanto que algunas de entre ellas no parecen tener una relación muy directa con la cuestión que nos ocupa. No obstante, de una manera general, se podría observar que el «culto de las cavernas» está siempre más o menos ligado a la idea de «lugar interior» o de «lugar central», y que, a este respecto, el símbolo de la caverna y el del corazón están bastante cerca el uno del otro1. Por otra parte, hay realmente, tanto en Asia central como en América y quizás en otras partes también, cavernas y subterráneos donde algunos centros iniciáticos han podido mantenerse desde hace siglos; pero, al margen de este hecho, hay, en todo lo que se cuenta sobre este tema, una parte simbólica que no es muy difícil de despejar; y podemos pensar incluso que son precisamente razones de orden simbólico las que han determinado la elección de lugares subterráneos para el establecimiento de esos centros iniciáticos, mucho más que motivos de simple prudencia. Saint-Yves habría podido explicar quizás este simbolismo, pero no lo ha hecho, y es eso lo que da a algunas partes de su libro una apariencia de fantasmagoría2; en cuanto a M. Ossendowski, era ciertamente incapaz de ir más allá de la letra y de ver en lo que se le decía otra cosa que el sentido más inmediato.
Entre las tradiciones a las que hacíamos alusión hace un momento, una hay que presenta un interés particular: se encuentra en el Judaísmo y concierne a una ciudad misteriosa llamada Luz3. Este nombre era originariamente el del lugar donde Jacob tuvo el sueño a consecuencia del cual le llamó Beith-El, es decir, «casa de Dios»4; volveremos más tarde sobre este punto. Se dice que el «Ángel de la Muerte» no puede penetrar en esta ciudad y que no tiene ningún poder en ella; y, por una aproximación bastante singular, pero también muy significativa, algunos la sitúan cerca del Alborj, que es igualmente, para los Persas, la «morada de la inmortalidad».
Cerca de Luz, hay, se dice, un almendro (llamado también luz en hebreo) en cuya base hay una oquedad por la que se penetra en un subterráneo1; y este subterráneo conduce a la ciudad misma, que está enteramente oculta. La palabra Luz, en sus diversas acepciones, parece, por lo demás, derivada de una raíz que designa todo lo que está oculto, cubierto, envuelto, silencioso, secreto; y hay que notar que las palabras que designan el Cielo tienen primitivamente la misma significación. Ordinariamente se relaciona coelum al griego koilon, «oquedad» (lo que puede tener también una relación con la caverna, tanto más cuanto que Varrón indica esa relación en estos términos: A cavo coelum); pero es menester precisar también que la forma más antigua y más correcta parece ser caelum, que recuerda muy de cerca a la palabra caelare, literalmente «ocultar». Por otra parte, en sánscrito, Varuna viene de la raíz var, «cubrir» (lo que es igualmente el sentido de la raíz kal a la que se vincula el latín celare, otra forma de caelare, y su sinónimo griego kaluptein)2; y el griego Ouranos no es más que otra forma del mismo nombre, puesto que var se cambia fácilmente en ur. Así pues, estas palabras pueden significar «lo que se cubre»3, «lo que se oculta»4, pero también «lo que está oculto», y este último sentido es doble: es lo que está oculto a los sentidos, es decir, el dominio suprasensible, y es también, en los periodos de ocultamiento o de oscurecimiento, la tradición que cesa de estar manifestada exterior y abiertamente, deviniendo entonces el «mundo celeste» el «mundo subterráneo».


Bajo otro aspecto, hay que establecer todavía una aproximación con el Cielo: a Luz se le llama la «ciudad azul», y este color, que es el del zafiro1, es el color celeste. En la India, se dice que el color azul de la atmósfera se produce por la reflexión de la luz sobre una de las caras del Mêru, la cara meridional, que mira al Jambu-dwîpa, y que está hecha de zafiro; es fácil comprender que esto se refiere al mismo simbolismo. El Jambu-dwîpa no es solo la India como se cree de ordinario, sino que representa en realidad todo el conjunto del mundo terrestre en su estado actual; y, en efecto, este mundo puede ser considerado como situado todo entero al sur del Mêru, puesto que éste se identifica con el polo septentrional2. Los siete dwîpas (literalmente «islas» o «continentes») emergen sucesivamente en el curso de ciertos periodos cíclicos, de suerte que cada uno de ellos es el mundo terrestre considerado en el periodo correspondiente; forman un loto cuyo centro es el Mêru, en relación al cual están orientados según las siete regiones del espacio3. Así pues, hay una cara del Mêru que está vuelta hacia cada uno de los siete dwîpas; si cada una de estas caras tiene uno de los colores del arcoiris1, la síntesis de estos siete colores es el blanco, que se atribuye por todas partes a la autoridad espiritual suprema2, y que es el color del Mêru considerado en sí mismo (veremos que se le designa efectivamente, como la «montaña blanca»), mientras que los demás colores representan solo sus aspectos en relación a los diferentes dwîpas. Parece que, para el periodo de manifestación de cada dwîpa, haya una posición diferente del Mêru; pero, en realidad, el Mêru es inmutable, puesto que es el centro, y es la orientación del mundo terrestre en relación a él la que es cambiada de un periodo a otro.


Volvamos a la palabra hebraica luz, cuyas diversas significaciones son muy dignas de atención: esta palabra tiene ordinariamente el sentido de «almendra» (y también de «almendro», puesto que designa por extensión tanto al árbol como a su fruto) o de «hueso»; ahora bien, el hueso es lo más interior y oculto que hay, y está enteramente cerrado, de ahí la idea de «inviolabilidad»3 (idea que se vuelve a encontrar en el nombre del Agarttha). La misma palabra luz es también el nombre dado a una partícula corporal indestructible, representada simbólicamente como un hueso muy duro, y a la cual el alma permanecería ligada después de la muerte y hasta la resurrección4. Como el hueso de la almendra contiene el germen, y como el hueso corporal contiene la médula, este luz contiene los elementos virtuales necesarios a la restauración del ser; y esta restauración se operará bajo la influencia del «rocío celeste», que revivifica las osamentas desecadas; es a esto a lo que hace alusión, de la manera más clara, esta palabra de San Pablo: «Sembrado en la corrupción, resucitará en la gloria»5. Aquí como siempre, la «gloria» se refiere a la Shekinah, considerada en el mundo superior, y con la cual el «rocío celeste» tiene una estrecha relación, así como ya hemos podido darnos cuenta de ello precedentemente. Puesto que el luz es imperecedero6, es, en el ser humano, el «núcleo de la inmortalidad», como el lugar que es designado por el mismo nombre es la «morada de la inmortalidad»: ahí se detiene, en los dos casos, el poder del «Ángel de la Muerte». Es en cierto modo el huevo o el embrión del Inmortal1; puede ser comparado también a la crisálida de donde debe salir la mariposa2, comparación que traduce exactamente su papel en relación a la resurrección.


Se sitúa al luz hacia la extremidad inferior de la columna vertebral; esto puede parecer bastante extraño, pero se aclara por una aproximación a lo que la tradición hindú dice de la fuerza llamada kundalinî 3, que es una forma de la Shakti considerada como inmanente en el ser humano4. Esta fuerza es representada bajo la figura de una serpiente enrollada sobre sí misma, en una región del organismo sutil que corresponde precisamente también a la extremidad inferior de la columna vertebral; al menos es así en el hombre ordinario; pero, por el efecto de prácticas tales como las del Hatha-Yoga, ella se despierta, se despliega y se eleva a través de las «ruedas» (chakras) o «lotos» (kamalas) que responden a los diversos plexos, para alcanzar la región que corresponde al «tercer ojo», es decir, al ojo frontal de Shiva. Este estadio representa la restitución del «estado primordial», donde el hombre recupera el «sentido de la eternidad» y, por eso mismo, obtiene lo que hemos llamado en otra parte la inmortalidad virtual. Hasta aquí, todavía estamos en el estado humano; en una fase ulterior, kundalinî alcanza finalmente la coronilla de la cabeza5, y esta última fase se refiere a la conquista efectiva de los estados superiores del Ser. Lo que parece resultar de esta aproximación, es que la localización del luz en la parte inferior del organismo se refiere solo a la condición de «hombre caído»; y, para la humanidad terrestre considerada en su conjunto, ocurre lo mismo con la localización del centro espiritual supremo en el «mundo subterráneo».6




CAPÍTULO VIII


EL CENTRO SUPREMO OCULTO DURANTE EL «KALI-YUGA»




El Agarttha, se dice en efecto, no siempre fue subterráneo, y no lo permanecerá siempre; vendrá un tiempo donde, según las palabras contadas por M. Ossendowski, «los pueblos de Agharti saldrán de sus cavernas y aparecerán sobre la superficie de la tierra»1. Antes de su desaparición del mundo visible, este centro llevaba otro nombre, ya que el de Agarttha, que significa «inaprehensible» o «inaccesible» (y también «inviolable», ya que es la «morada de la Paz», Salem), no le habría convenido entonces; M. Ossendowski precisa que ha devenido subterráneo «hace más de seis mil años», y se encuentra que esta fecha corresponde, con una aproximación muy suficiente, al comienzo del Kali-Yuga o «edad negra», la «edad de hierro» de los antiguos occidentales, el último de los cuatro periodos en los cuales se divide el Manvantara2; su reaparición debe coincidir con el fin del mismo periodo.


Hemos hablado más atrás de las alusiones hechas por todas las tradiciones a algo que se ha perdido o que se ha ocultado, y que se representa bajo símbolos diversos; esto, cuando se lo toma en su sentido general, el que concierne a todo el conjunto de la humanidad terrestre, se refiere precisamente a las condiciones del Kali-Yuga. Así pues, el periodo actual es un periodo de oscurecimiento y de confusión3; sus condiciones son tales, que mientras que persistan, el conocimiento iniciático debe necesariamente permanecer oculto, de donde el carácter de los «Misterios» de la antigüedad llamada «histórica» (que ni siquiera se remonta hasta el comienzo de este periodo)1 y de las organizaciones secretas de todos los pueblos: organizaciones que dan una iniciación efectiva allí donde subsiste todavía una verdadera doctrina tradicional, pero que ya no ofrecen más que su sombra cuando el espíritu de esa doctrina ha cesado de vivificar los símbolos que no son más que su representación exterior, y eso porque, por razones diversas, todo lazo consciente con el centro espiritual del mundo ha acabado por ser roto, lo que es el sentido más particular de la pérdida de la tradición, el que concierne especialmente a tal o a cual centro secundario, que haya cesado de estar en relación directa y efectiva con el centro supremo.
Así pues, como ya lo hemos dicho precedentemente, se debe hablar de algo que está ocultado más bien que verdaderamente perdido, puesto que no está perdido para todos y puesto que algunos lo poseen todavía integralmente; y, si ello es así, otros tienen siempre la posibilidad de reencontrarlo, siempre que lo busquen como conviene, es decir, que su intención sea dirigida de tal suerte que, por las vibraciones armónicas que despierte según la ley de las «acciones y reacciones concordantes»2, pueda ponerles en comunicación espiritual efectiva con el centro supremo3. Por lo demás, esta dirección de la intención tiene, en todas las formas tradicionales, su representación simbólica; queremos hablar de la orientación ritual: ésta, en efecto, es propiamente la dirección hacia un centro espiritual, que, cualquiera que éste sea, es siempre una imagen del verdadero «Centro del Mundo»4. Pero, a medida que se avanza en el Kali-Yuga, la unión con este centro, cada vez más cerrado y ocultado, deviene más difícil, al mismo tiempo que devienen más raros los centros secundarios que le representan exteriormente5; y no obstante, cuando acabe este periodo, la tradición deberá ser manifestada de nuevo en su integridad, puesto que el comienzo de cada Manvantara, al coincidir con el fin del precedente, implica necesariamente, para la humanidad terrestre, el retorno al «estado primordial»1.


En Europa, todo lazo establecido conscientemente con el centro por medio de organizaciones regulares está actualmente roto, y ello es así desde hace ya varios siglos; por otra parte, esta ruptura no se ha cumplido de un solo golpe, sino en varias fases sucesivas2. La primera de estas fases se remonta al comienzo del siglo XIV; lo que ya hemos dicho en otra parte de las Órdenes de caballería puede hacer comprender que una de sus funciones principales era asegurar una comunicación entre Oriente y Occidente, comunicación cuyo verdadero alcance es posible aprehender si se precisa que el centro del que hablamos aquí ha sido descrito siempre, al menos en lo que concierne a los tiempos «históricos», como estando situado en la parte de Oriente. No obstante, después de la destrucción de la Orden del Temple, el Rosacrucianismo, o aquello a lo que se debía dar este nombre después, continuó asegurando el mismo lazo, aunque de una manera más disimulada3. El Renacimiento y la Reforma marcaron una nueva fase crítica, y finalmente, según lo que parece indicar Saint-Yves, la ruptura completa habría coincidido con los tratados de Westfalia que, en 1648, terminaron la guerra de los Treinta Años. Ahora bien, es sorprendente que varios autores hayan afirmado precisamente, que, poco después de la guerra de los Treinta Años, los verdaderos Rosa-Cruz abandonaron Europa para retirarse a Asia; y recordaremos, a este propósito, que los Adeptos rosacrucianos eran en número de doce, como los miembros del círculo más interior del Agarttha, y conformemente a la constitución común a tantos centros espirituales formados a la imagen de ese centro supremo.


A partir de esta última época, el depósito del conocimiento iniciático efectivo ya no es guardado realmente por ninguna organización occidental; así, Swedenborg declaraba que en adelante es entre los Sabios del Tíbet y de la Tartaria donde sería menester buscar la «Palabra perdida»; y, por su lado, Anne-Catherine Emmerich tuvo la visión de un lugar misterioso que llamaba la «Montaña de los Profetas» y que se situaba en las mismas regiones. Agregaremos que es de las informaciones fragmentarias que Mme Blavatsky pudo recopilar sobre este tema, sin comprender por lo demás su verdadera significación, de donde nació en ella la idea de la «Gran Logia Blanca», a la que podríamos llamar, no ya una imagen, sino simplemente una caricatura o una parodia imaginaria del Agarttha1.




CAPÍTULO IX


EL «OMPHALOS» Y LOS BÉTULOS




Según lo que cuenta M. Ossendowski, el «Rey del Mundo» apareció antaño varias veces, en la India y en Siam, «bendiciendo al pueblo con una manzana de oro coronada de un cordero»; y este detalle toma toda su importancia cuando se le aproxima a lo que Saint-Yves dice del «Ciclo del Cordero y del Carnero»1. Por otro lado, y esto es todavía más destacable, existen en la simbólica cristiana innumerables representaciones del Cordero sobre una montaña de donde descienden cuatro ríos, que son evidentemente idénticos a los cuatro ríos del Paraíso terrestre2. Ahora bien, hemos dicho que el Agarttha, anteriormente al comienzo del Kali-Yuga, llevaba otro nombre, y este nombre era el de Paradêsha, que, en sánscrito, significa «región suprema», lo que se aplica perfectamente al centro espiritual por excelencia, designado también como el «Corazón del Mundo»; es de esta palabra de donde los Caldeos han hecho Pardes y los occidentales Paraíso. Tal es el sentido original de esta última palabra, y esto debe acaba de hacer comprender por qué hemos dicho precedentemente que lo que se trata es siempre, bajo una forma o bajo otra, la misma cosa que el Pardes de la Kabbala hebraica.


Por otra parte, si uno se remite a lo que hemos dicho y explicado sobre el simbolismo del «Polo», es fácil ver también que la montaña del Paraíso terrestre es idéntica a la «montaña polar», de la que se trata, bajo nombres diversos, en casi todas las tradiciones: ya hemos mencionado el Mêru de los Hindúes y el Alborj de los Persas, así como el Montsalvat de la leyenda occidental del Grial; citaremos también la montaña de Qâf de los árabes1, e incluso el Olimpo de los griegos, que, bajo muchos aspectos, tiene la misma significación. Se trata siempre de una región que, como el Paraíso terrestre, ha devenido inaccesible a la humanidad ordinaria, y que está situada fuera del alcance de todos los cataclismos que trastornan al mundo humano al final de algunos periodos cíclicos. Esta región es verdaderamente la «región suprema»; por lo demás, según algunos textos védicos y avésticos, su situación habría sido primitivamente polar, incluso en el sentido literal de esta palabra; y, cualesquiera que pueda ser su localización a través de las diferentes fases de la historia de la humanidad terrestre, permanece siempre polar en el sentido simbólico, puesto que representa esencialmente el eje fijo alrededor del cual se cumple la revolución de todas las cosas.
La montaña figura naturalmente el «Centro del Mundo» antes del Kali-Yuga, es decir, cuando existía en cierto modo abiertamente y no era todavía subterráneo; así pues, corresponde a lo que se podría llamar su situación normal, fuera del periodo obscuro cuyas condiciones especiales implican una suerte de inversión del orden establecido. Por lo demás, es menester agregar que, a parte de estas consideraciones que se refieren a las leyes cíclicas, los símbolos de la montaña y de la caverna tienen uno y otro su razón de ser, y que hay entre ellos un verdadero complementarismo2; además, la caverna puede ser considerada como situada en el interior de la montaña misma, o inmediatamente debajo de ésta.


Hay también otros símbolos que, en las tradiciones antiguas, representan el «Centro del Mundo»; uno de los más destacables es quizás el del Omphalos, que se encuentra igualmente en casi todos los pueblos3. La palabra griega omphalos significa «ombligo», pero designa también, de una manera general, todo lo que es centro, y más especialmente el cubo de una rueda; en sánscrito, la palabra nâbhi tiene igualmente estas diferentes acepciones, y, en las lenguas célticas y germánicas, hay igualmente derivados de la misma raíz, que se encuentran bajo las formas nab y nav1. Por otra parte, en galo, la palabra nav o naf, que es evidentemente idéntica a estas últimas, tiene el sentido de «jefe» y se aplica incluso a Dios; así pues, es la idea del Principio central la que se expresa aquí2. Por lo demás, el sentido de «cubo» tiene, a este respecto, una importancia muy particular, porque la rueda es por todas partes un símbolo del Mundo realizando su rotación alrededor de un punto fijo, símbolo que debe ser aproximado por tanto al del swastika; pero, en éste, la circunferencia que representa la manifestación no está trazada, de suerte que es el centro mismo el que es designado directamente: el swastika no es una figura del Mundo, sino más bien de la acción del Principio al respecto del Mundo.


El símbolo del Omphalos podía estar colocado en un lugar que fuera simplemente el centro de una región determinada, centro espiritual, por lo demás, más bien que centro geográfico, aunque los dos hayan podido coincidir en algunos casos; pero, si ello era así, es porque este punto era verdaderamente, para el pueblo que habitaba la región considerada, la imagen visible del «Centro del Mundo», de igual modo que la tradición propia de ese pueblo no era más que una adaptación de la tradición primordial bajo la forma que convenía mejor a su mentalidad y a sus condiciones de existencia. Se conoce sobre todo, de ordinario, el Omphalos del templo de Delfos; este templo era realmente el centro espiritual de la Grecia antigua3, y, sin insistir sobre todas las razones que podrían justificar esta aserción, solo haremos destacar que era allí donde se juntaba, dos veces al año, el consejo de los Anfictiones, compuesto por los representantes de todos los pueblos helénicos, y que formaba por lo demás el único lazo efectivo entre aquellos pueblos, lazo cuya fuerza residía precisamente en su carácter esencialmente tradicional.


La representación material del Omphalos era generalmente una piedra sagrada, lo que se denomina frecuentemente un «bétulo»; y esta última palabra parece no ser otra cosa que el hebreo Beith-El, «casa de Dios», el mismo nombre que Jacob dio al lugar donde el Señor se había manifestado a él en un sueño: «Y Jacob se despertó de su sueño y dijo: Ciertamente el Señor está en este lugar, y yo no lo sabía. Y se asustó y dijo: ¡Cuán temible es este lugar! Es la casa de Dios y la puerta de los Cielos. Y Jacob se levantó de madrugada, y tomando la piedra de la que había hecho su cabecera la erigió como un pilar, y vertió óleo sobre su cima (para consagrarla). Y Jacob dio a este lugar el nombre de Beith-El; pero el primer nombre de esta ciudad era Luz»1. Ya hemos explicado más atrás la significación de esta palabra Luz; por otra parte se dice también que Beith-El, «casa de Dios», devino después Beith-Lehem, «casa del pan», la ciudad donde nació Cristo2; la relación simbólica que existe entre la piedra y el pan sería por lo demás muy digna de atención3. Lo que es menester precisar todavía, es que el nombre de Beith-El no se aplica solo al lugar, sino también a la piedra misma: «Y esta piedra, que he erigido como un pilar, será la casa de Dios»4. Así pues, es esta piedra la que debe ser propiamente el «habitáculo Divino» (mishkan), según la designación que se daría más tarde al Tabernáculo, es decir, la sede de la Shekinah; todo esto se vincula naturalmente a la cuestión de las «influencias espirituales» (berakoth), y, cuando se habla del «culto de las piedras», que fue común a tantos pueblos antiguos, es menester comprender bien que este culto no se dirigía a las piedras, sino a la Divinidad de la que eran residencia.


La piedra que representa el Omphalos podía tener la forma de un pilar, como la piedra de Jacob; es muy probable que, entre los pueblos célticos, algunos menhires tuvieran esta significación; y los oráculos se daban junto a estas piedras, como en Delfos, lo que se explica fácilmente desde que eran consideradas como la morada de la Divinidad; por lo demás, la «casa de Dios» se identifica naturalmente al «Centro del Mundo». El Omphalos podía ser representado también por una piedra de forma cónica, como la piedra negra de Cybeles, u ovoide; el cono recordaba la montaña sagrada, símbolo del «Polo» o del «Eje del Mundo»; en cuanto a la forma ovoide, se refiere directamente a otro símbolo muy importante, el del «Huevo del Mundo»5. Es menester agregar también que, si el Omphalos era representado lo más habitualmente por una piedra, también ha podido serlo a veces por un montículo, una suerte de túmulo, que es todavía una imagen de la montaña sagrada; así, en China, en el centro de cada reino o Estado feudal, se elevaba antaño un montículo en forma de pirámide cuadrangular, formado con la tierra de las «cinco regiones»: las cuatro caras correspondían a los cuatro puntos cardinales, y la cima al centro mismo1. Cosa singular, vamos a encontrar estas «cinco regiones» en Irlanda, donde la «piedra en pie del jefe» estaba, de una manera semejante, elevada en el centro de cada dominio2.
En efecto, es Irlanda el que, entre los países célticos, proporciona el mayor número de datos relativos al Omphalos; antaño estaba dividida en cinco reinos, de los cuales uno llevaba el nombre de Mide (que permanece bajo la forma anglicisada de Meath), que es la antigua palabra céltica medion, «medio», idéntico al latín medius3. Este reino Mide, que había sido formado de porciones sacadas de los territorios de los otros cuatro, había devenido el patrimonio propio del rey supremo de Irlanda, al que los otros reyes estaban subordinados4. En Ushnagh, que representa bastante exactamente el centro del país, estaba erigida una piedra gigantesca llamada «ombligo de la Tierra», y designada también bajo el nombre de «piedra de las porciones» (ailna-meeran), porque marcaba el lugar donde convergían, en el interior del reino de Mide, las líneas separativas de los cuatro reinos primitivos. Allí se tenía anualmente, el primero de mayo, una asamblea general enteramente comparable a la reunión anual de los Druidas en el «lugar consagrado central» (medio-lanon o medio-nemeton) de la Galia, en el país de los Carnutos; y aquí se impone igualmente la aproximación con la asamblea de los Anfictiones en Delfos.


Esta división de Irlanda en cuatro reinos, más la región central que era la residencia del jefe supremo, se vincula a tradiciones extremadamente antiguas. En efecto, por esta razón, Irlanda fue llamada la «isla de los cuatro Señores»5, pero esta denominación, lo mismo que la de «isla verde» (Erin), se aplicaba anteriormente a otra tierra mucho más septentrional, hoy día desconocida, quizás desaparecida, Ogygia o antes Thulé, que fue uno de los principales centros espirituales, si no incluso el centro supremo de un cierto periodo. El recuerdo de esta «isla de los cuatro Señores» se encuentra hasta en la tradición china, lo que parece no haber sido precisado nunca; he aquí un texto taoísta que da fe de ello: «El emperador Yao se esforzó mucho, y se imaginó haber reinado idealmente bien. Después de que hubo visitado a los cuatro Señores, en la lejana isla de Kou-chee (habitada por «hombres verdaderos», tchenn-jen, es decir, hombres reintegrados al «estado primordial»), reconoció que lo había estropeado todo. El ideal, es la indiferencia (o más bien el desapego, en la actividad «no actuante») del sobre-hombre1, que deja girar la rueda cósmica»2. Por otra parte, los «cuatro Señores» se identifican a los cuatro Mahârâjas o «grandes reyes» que, según las tradiciones de la India y del Tíbet, presiden en los cuatro puntos cardinales3; corresponden al mismo tiempo a los elementos: el Señor supremo, el quinto, que reside en el centro, sobre la montaña sagrada, representa entonces el Éther (Akâsha), la «quintaesencia» (quintaessentia) de los hermetistas, el elemento primordial del que proceden los otros cuatro4; y tradiciones análogas se encuentran también en la América Central.


René Guenón

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